Intuición vs. Razón
Intuición vs. Razón
Dos siglos después Albert Einstein abundó en esa dicotomía al afirmar: "La mente intuitiva es un regalo sagrado y la mente racional es un fiel sirviente. Hemos creado una sociedad que rinde honores al sirviente y ha olvidado al regalo". Estas dos citas ejemplifican a la perfección la vieja pugna entre razón e intuición como esos contrapesos que determinan la toma de decisiones de los seres humanos. Con ellas, estos dos sabios adoptan una clara posición reivindicativa a favor de lo que uno llama “corazón” y el otro “razón intuitiva” sobre la pura reflexión cargada de razones.
No es casualidad que Pascal utilice la palabra “corazón” para referirse a esa parte más emocional de nuestro cerebro a la que a veces llamamos intuición. De hecho, muchos de las denominaciones que se usamos para referirnos a esta veta más irracional de nuestro pensamiento tienen una clara connotación física. Con frecuencia, cuando estamos a punto de seguir los dictados de nuestra mente intuitiva solemos decir cosas como que hemos tenido “una visión”, “un pálpito”, “un hormigueo”... O también que hemos tenido un “presentimiento”, una especie de aviso que nos llega desde nuestra parte más emocional.
Y es que históricamente se ha considerado la intuición como la capacidad más característica de los humanos, aquella que distinguía al homo sapiens del resto de los animales. Sin embargo, no ha sido hasta muy recientemente cuando la ciencia se ha interesado de verdad por esa parte de nuestra actividad cerebral. Tradicionalmente olvidada por los investigadores, se pensaba que la intuición era un asunto menor, asociado a creencias populares y meras supersticiones. A lo largo de la historia la sociedad y la ciencia siempre le han concedido una importancia superlativa al conocimiento cognitivo y se ha primado la inteligencia racional. Se desconfiaba de aquellas decisiones que no estuvieran suficientemente apoyadas en la lógica porque podrían contener errores. Por el contrario, una resolución basada en evidencias siempre tendría más posibilidades de resultar acertada. Esta creencia, fuertemente arraigada en la tradición científica, no es en absoluto falsa, pero sí es incompleta. Ahora sabemos que la intuición tiene un peso muy importante en la toma de cualquier decisión.
No podemos olvidar que la intuición ha sido nuestro principal aliado a lo largo de toda nuestra historia y que es, de hecho, la capacidad que nos ha permitido llegar hasta aquí hecho y ser lo que hoy somos. La intuición es el modelo inteligente que está relacionado con los procesamientos más primitivos y complejos desde el punto de vista biológico. El ser humano ha basado su supervivencia y progreso en su capacidad intuitiva. Es esa voz interior que te lleva a no meterte por un callejón oscuro de noche, o a rechazar una oferta de trabajo en el último momento aunque todo parecía estar correcto. Es un susurro en nuestro oído que avisa de que no deberíamos subirnos a un coche con esa persona hoy.
La intuición es, en definitiva, esa parte del conocimiento humano que no sigue un camino racional y que va más allá de una formulación lógica. Nos lleva a tomar decisiones con enorme convencimiento, aunque no somos capaces de verbalizar por qué. Se basa en reacciones emotivas no explicables. Pero esas reacciones no son cosa de magia ni responden a fenómenos paranormales. Se trata de un mecanismo cerebral, exactamente igual que lo es la razón.
La intuición ha sido denostada por los científicos durante siglos. Tradicionalmente, desde los ámbitos académicos se ha asociado a esta cualidad con una serie de connotaciones peyorativas que han tratado de desprestigiarla como capacidad humana. Frente a la idolatrada y respetadísima razón, a la intuición se la ha tachado de pseudociencia, de superstición y hasta de fraude. Como si la intuición no tuviera nada que ver con la inteligencia humana. En ese afán por deslucirla, incluso se le ha dado una maliciosa intención machista: se hablaba de la “intuición femenina”.
Hoy, en cambio, sabemos que la intuición es una cualidad plenamente intelectual. Está basada en una serie de mecanismos biológicos que son capaces de activar todos los sentidos: desde el tacto hasta la vista. Produce en ellos una especie de despertar que les lleva a manejar nuestro inconsciente, esa suerte de biblioteca emocional en la que vamos archivando conocimiento y experiencias pasadas.
Esta memoria emocional profunda se encuentra ubicada en ambos hemisferios, principalmente en el lóbulo prefrontal y en unas áreas muy concretas del sistema límbico: el llamado cerebro emocional límbico. Se trata de una pequeña estructura, llamada amígdala cerebral, de capital importancia para la vida. La amígdala es el órgano que guarda nuestras emociones más antiguas a lo largo de nuestro aprendizaje. Es la responsable de monitorizar la intuición y de hacerla saltar como resorte cuando se dan determinadas circunstancias.
Así considerada, la intuición es una especie de estado de preaviso que nos advierte de lo que podría llegar a suceder a partir de información almacenada en el inconsciente sobre las experiencias que hemos tenido a lo largo de nuestra vida. Cuando la amígdala se activa, se despiertan los sentidos y somos capaces de evaluar de una forma instantánea cuál es la mejor decisión a tomar aunque no contemos con todas las evidencias para respaldarla. Cuando no hay tiempo para activar la razón, la intuición acude a nuestro rescate. Gracias a ella, somos capaces de hacer una valoración automática de la situación y dar una respuesta inmediata. Es la responsable de que en nuestra mente salten una serie de palabras y frases cortas pero muy poderosas. La intuición nos grita cosas como “!Peligro! ¡Hazlo! ¡No sigas por ahí!
Esa inmediatez le ha costado buena parte de su mala fama. Porque parece que no puede haber ciencia allí dónde no hay espacio para la reflexión. Pero en realidad, la intuición no hace otra cosa que seguir los caminos recorridos por el método científico. El sistema de hipótesis que caracteriza las investigaciones, por ejemplo, parte de un planteamiento puramente intuitivo, de la pregunta “¿y si...? A partir de esa pregunta fundamental, el método científico se esmerará en buscar las respuestas y los argumentos racionales pertinentes. Pero todo nace de una chispa, de una “intuición” de un investigador curioso.
El funcionamiento de la inteligencia intuitiva responde a un proceso neurobiológico complejo que hoy la neurociencia sigue tratando de desmarañar. Lo cierto es que no conocemos demasiado aún sobre este proceso ni sobre su localización exacta. Se sabe que en él participan la consciencia y la inconsciencia, pero no mucho más. Sí se ha observado, por ejemplo, que incluso en los estudios prenatales ya se observan decisiones en el útero relacionadas con el pensamiento intuitivo.
En cierto modo, la intuición puede ser vista como la herramienta humana que conecta lo aparentemente irracional con lo racional. Es esa primera chispa irracional e inexplicable que pone en marcha los mecanismos para que el cerebro humano busque los argumentos lógicos que den sentido a ese pálpito inicial. Es algo que ocurre en milésimas de segundo. Esta chispa es absolutamente necesaria para activar muchos de los procesos de razonamiento lógico, hasta el punto que muchas veces determina el camino a seguir y nos hace quedarnos con la primera idea que cruza nuestra mente. Esa elección a veces nos salva la vida, pero también presenta inconvenientes; elegir esa primera idea nos puede llevar a desechar otras igualmente válidas.
Así pues la intuición resulta básica para el ser humano. La buena noticia es que la inteligencia intuitiva se puede entrenar. Entrenar el pensamiento disruptivo y creativo implica alejarse un poco del pensamiento lógico. De este modo, se abren por así decirlo, nuevos caminos de pensamiento, dotando al cerebro de nuevas y ricas alternativas de respuesta ante los retos de la vida.