A primera vista parecía un lunar

A primera vista parecía un lunar

Esa mañana, como cada mañana exactamente a los 7 y 12 minutos desde que cumplió 15 años, Tullio estaba afeitándose frente al espejo y mirándose.
24 Abril 2024

Observó el cráneo calvo, las cejas, los ojos, la nariz regular, los labios finos, esa perilla que había reemplazado a la barba durante muchos años.

A pesar de tener casi 50 años, se gustaba aún más ahora que cuando era joven: su rostro, siempre ligeramente bronceado, el negro intenso de sus pupilas, esas arrugas entre sus ojos lo hacían, al menos eso pensaba, dotado de un cierto encanto. Incluso los kilos que había perdido en los últimos meses (no por voluntad propia, sino por una serie de decepciones sufridas) habían dejado su cuerpo esbelto, en forma y proporcionado. En resumen, no estaba nada mal, pensó mientras se untaba crema de afeitar en las mejillas y el cráneo.

Sin camisa, como cada mañana exactamente a los 7 y 15 minutos, comenzó el trabajo de afeitado: primero la parte detrás de la oreja derecha, luego la nuca y la parte más difícil, la de detrás de la oreja izquierda, donde cada maldito día siempre salía unos cuantos pelos que con el tiempo se volvieron terriblemente largos, lo suficiente como para irritarlo bastante.

Si había algo que no soportaba (en realidad eran muchos) era tener partes fuera de control, como restos del afeitado, pelos que sobresalían de las orejas o la nariz.

Un par de veces a la semana dedicaba preciosos minutos a la meticulosa búsqueda de aquellas anomalías y, en caso de encontrarlas, a su eliminación, muchas veces pellizcando sus fosas nasales con unas tijeras, en el caso de la nariz, y otras cortándose pequeños trozos de oreja, lo que provocaba una carrera frenética por detener la sangre que goteaba, manchando el lápiz astringente y la toalla.

Una vez terminada la cabeza, pasó a las mejillas, "más fácil", pensó, cuidando de no dejar asimetrías (sólo buenas en los jardines japoneses) en la cara y el encaje. Un enjuague, luego la toalla para eliminar la espuma residual. De nuevo el lápiz astringente para los otros pequeños cortes “pero ¿cuándo aprenderé?! ” La crema hidratante, buena, discretamente perfumada, el desodorante bajo las axilas, unas gotas de perfume, una última mirada petulante en el espejo y listo, lista para la ceremonia del vestido en el dormitorio.

Pero al girar, como hacía todos los días, de izquierda a derecha, lo vio por primera vez.

Parecía un lunar.

“¿Pero lo he tenido alguna vez? Cuánto tiempo paso cada mañana frente al espejo, ya debería haberlo notado”, pensó. Detrás del omóplato izquierdo, visible sólo al forzar la vista en un giro casi antinatural ("estar en forma no significa necesariamente ser contorsionista", se decía), una mancha de color marrón oscuro, del tamaño de un grano de café.

En ligero alivio.

Feo.

No es que ya no tuviera lunares, al contrario. Pero aparte del que tenía en el brazo derecho, siempre odiado, pero no lo suficiente como para que se lo quitaran, no había nadie que le molestara tanto al verlo. En resumen, esto era malo, muy malo.

Y no tuvo nada que ver con su espalda; parecía ..., ¿cómo puedo decirlo? fuera de lugar.

“Se ve que no me miro lo suficiente o quizás hoy, por haber perdido peso y por el efecto combinado de pilates y golf, puedo torcerme más, soy más elástico…”, esperaba.

“Está bien, igual está ahí atrás, tapado, no te molestará”.

Cerró la puerta del baño y entró en el dormitorio para vestirse. Serena seguía durmiendo, tapada hasta los ojos. Ni siquiera lo había oído levantarse, como todas las mañanas. Cómo siempre tenía tanto sueño era un misterio; y pensar que por las noches a menudo se quedaba dormida en el sofá, después de haber mandado a los niños a la cama e incluso cuando Vittorio era pequeño (ya tenía 13 años), en la cama ni siquiera se despertaba con sus gritos desesperados y cada vez (o casi siempre) le tocaba a Tullio levantarse, ir a ver, levantarlo tratando de hacerlo volver a dormir o llevarlo al cuarto para la alimentación nocturna, que obviamente no le tocaba a él.

Y el pequeño se divirtió replicando el espectáculo durante 18 larguísimos meses, llegando incluso a establecer un récord: hacerlo levantar 21 veces en una noche. Más de una vez Tulio había pensado: "Voy a matar a este crio!", pero entonces el amor paternal había prevalecido (y el sentido común también) y había seguido disfrutándolo durante el día y odiándolo por la noche.

Una historia completamente diferente con Adelaide, la segunda hija, de diez años: perfecta, tranquila, dormilona incluso cuando era muy pequeña, en definitiva, un paraíso en comparación.

Encendió la luz del pasillo detrás de la cama, abrió el armario y empezó a pensar en cómo se vestiría ese día.

Aunque la mitad del gran armario empotrado estaba lleno de sus cosas, siempre era difícil elegir. Pensó: “Primero: ¿chaqueta y corbata o camisa y suéter hoy? "No, no uso corbata, quiero ser inconformista, ya que ese jefe imbécil está hoy en la oficina. Se preocupa tanto por la apariencia de sus "gerentes" que prefiero cortárselo a todos. Me quito la corbata y no me las pongo nunca más. De hecho, tal vez me ponga una camisa a rayas y haga que el imbécil me pregunte quién es mi camisero....

“Segundo: los pantalones. Un físico esbelto debe realzarse con pantalones plisados. Los de cuadros morados, de los años 70, no los he usado por un tiempo. Pero combinar el morado siempre es un problema. Vamos, seamos breves. Los grises que me hizo comprar Serena, una camisa celeste que combina bien con un bronceado claro y el jersey de lana hervida."

Pero mientras se ponía la camisa lo volvió a oír. “Tal vez el algodón de esta camisa sea un poco más pesado o tal vez esa tela alveolar, pero parece rayar”, se dijo. “Cambiémonos de camisa; tendré 50 y encontrar una blanda ciertamente no será un problema".

De hecho, tras varios intentos encontró una perfecta: azul claro con rayas blancas. Se veía aún mejor; estaba satisfecho. Es verdaderamente cierto que detrás de cada problema siempre hay una oportunidad, como dicen los gringos, maestros absolutos de los clichés y entre los mejores del mundo para predicar bien y rascarse mal. Y Tullio, que llevaba diez años trabajando en una multinacional americana, lo sabía mejor que nadie.

Diez años, no le parecía real.

Se había incorporado a finales de 1999 ("el día de los muertos '99", siempre bromeaba) casi por casualidad, sin tener la más mínima idea ni de la empresa ni del producto, a través de un llamado "headhunter".

Había tenido suerte, sin duda, no sólo por el enorme aumento salarial, sino sobre todo porque había podido aprender un montón de cosas: desde inglés hasta la atención que se debe prestar a los problemas reales, pasando por la rapidez en la toma de decisiones, a la atención (naturalmente siempre presente en él) a las personas, observando al jefe anterior, a los compañeros, incluso a las personas humildes que trabajan con pasión cada día, enfocadas a los resultados y a las relaciones humanas.

Una empresa casi fuera de tiempo, con sus defectos como muchas, pero con unas características extraordinarias y unos resultados fantásticos. Por décadas.

Pero habían pasado diez años, algunos hermosos, aunque difíciles, y otros, sobre todo los últimos, horribles pero no sólo por cuestiones estrictamente laborales sino ligadas, por así decirlo, al entorno laboral; en fin, la misma razón que alguna vez los había hecho extraordinariamente brillantes, durante un año los había convertido en una verdadera pesadilla, de la que no podía escapar.

Por suerte esa mañana había comenzado decentemente y esos pensamientos aún no lo atormentaban.

Se miró satisfecho en el espejo del armario, apagó la luz, le lanzó un beso a su mujer (que evidentemente seguía durmiendo tranquila) y salió de la habitación.

Bajó el tramo de escaleras que conducía a la entrada intentando no golpearse con la barandilla, abrió la puerta del armario empotrado donde se encontraron en una confusión indescriptible las chaquetas, zapatos, zapatillas, cajas con bufandas y guantes de toda la familia, decenas de bolsos; miró fijamente esa montaña de cosas en busca de inspiración y finalmente se dio cuenta: "El suéter es un poco largo y tengo que elegir la cazadora azul".

Lo tomó haciendo que la montaña se derrumbara, maldijo, se agachó para recogerlo todo, tomó su chaqueta y salió del armario.

Mientras se lo ponía volvió a sentirlo, la incomodidad; nada extraño o doloroso, por el amor de Dios!. Sólo una ligera, muy pequeña molestia detrás del omóplato izquierdo.

Él, el lunar maldido.

Un par de mimos para los perros, dos labradores y un beagle tumbados, unos en el cálido suelo de la cocina, otros en su cesta, gorro en la cabeza, bolso y listo "para otro día de mierda", pensó.

De hecho, durante un tiempo ya no le gustó el trabajo. A pesar del puesto y del salario (fabuloso, decían muchos) no podía soportar más: el jefe (pero eso ya está claro, ¿no?), la hipocresía de sus compañeros, siempre dispuestos a lamerle el culo al presidente y criticarlo en los pasillos, para maldad de algunos empleados incluso muy cercanos a él, lo cierto es que estaba cansado y cansado de ver esas caras.

La empresa para la que trabajaba había cambiado demasiado en los últimos meses: había tenido que cortar más de 200 cabezas sin ningún motivo grave y sobre todo profundo: sí, había habido la crisis del otoño de 2008, repentina, fuerte, con caídas de hasta el 40% de los pedidos, pero después de todo había durado menos de 6 meses, de hecho, ya en febrero del año siguiente tuvo que pedir a los empleados que trabajaran todos los sábados y decir muchas mentiras para describir una situación.

Y lo peor, descubierto día tras día, es que la masacre en realidad estaba destinada a servirle al jefe para traer a casa un incentivo muy respetable y dejar espacio a una plétora de personas recomendadas e incompetentes, objetivamente repugnantes, pero todos amigos, o amigos de amigos.

Y de nuevo aviones privados, chófer para el jefe (y su esposa), reembolsos de gastos inflados, cheques sin fondos, en fin, cuanto más hablábamos de ética y virtud, menos las usábamos. Todo a espaldas de aquellos pobres que ganaban poco más de mil euros al mes.

La incompetencia, la ignorancia sobre el tema y las ceremonias de la Corte de los Milagros (junto con el uso desproporcionado de horribles corbatas de Hermes) se habían convertido en el nuevo pan de cada día, mal digerido por todos aquellos que, como él, habían puesto en ello pasión y compromiso en los últimos años, y no sólo habían creído en ello, sino que habían entregado su corazón y su alma para crear un clima de respeto, confianza y, a pesar de las quejas, también un nivel decente de colaboración entre las personas.

“Superemos este día de alguna manera” pensó “y volverá el fin de semana”, pero sobre todo pensó en las dos oportunidades de cambiar de trabajo que parecían existir; ambos interesantes, aunque diferentes entre sí, pero con un mínimo común denominador: libertad, dejar de sentirte mal, alejarte de las pesadillas… para siempre.

Tullio aún no sabía, mientras se acercaba al garaje, que ninguna de las dos oportunidades tendría éxito y que seguiría sufriendo como un perro un año más.

Pero suspiró, pensando en la suerte que necesitaba y que parecía haberlo abandonado por un tiempo, abrió la puerta del auto, se quitó la cazadora y se sentó al volante de su nuevo, blanco y hermoso Q5.

La molestia otra vez. “Ahora es sólo una sugerencia” se dijo “Piensa en otra cosa”.

Así lo hizo y el malestar pasó.

En general, el día no fue tan malo: algunas llamadas telefónicas, algunos consejos dados a sus sucesores (después de un largo suspiro y un respiro interminable), los correos electrónicos, el nuevo sistema en el que trabajar. Y finalmente llegó a su casa.

Adelaide corrió hacia él como siempre, abrazándolo fuertemente y él tocó el cielo con un dedo; esa pequeña era tan linda… dulce, educada, cariñosa, en fin, el grande y “malo” Jefe de Recursos Humanos se derretía como nieve al sol en los brazos de su hija.

"Me voy a dar una ducha" le dijo a Serena después de besarla y subió las escaleras.

Ceremonia de desvestirse, mucho más complicada. Si había algo que odiaba (otro) era arreglar cosas. No es que su mujer fuera mucho más ordenada que él, pero al menos lo intentaba y sobre todo tenía una memoria de hierro: siempre sabía exactamente dónde estaba cada cosa.

Colgó los pantalones, arrugó la camisa y la ropa interior para tirarlos a la basura, dobló su suéter azul y entró al baño.

Puso una toalla en el suelo para no mojarlo, abrió el agua caliente, encendió el selector de ducha y empezó a lavarse. Gel de ducha de talco, esponja amarilla y grasa para los codos. Enjuagar con agua hirviendo, una maravilla. La dejó correr largo rato sobre su calvo cráneo y sus hombros. Le dio alivio y pareció aliviar las tensiones de esos meses. Cerró los ojos y levantó la cara hacia el techo, dejando que el fuerte y caliente chorro de la boquilla lo bañara. El vapor se extendió por la habitación, cubriendo con gotas microscópicas el gran espejo, el suelo, los azulejos; penetró en su aliento, calentando aún más su piel, permitiendo que las toxinas salieran, arrastradas por el agua hacia el desagüe.

Habría permanecido allí durante horas, tal vez bajo un chorro aún más fuerte.

Lejos, llévate todo, lejos, aleja esas malditas pesadillas, el Mal, para siempre.

"¿Ya terminaste? Vamos a comer”, gritó su esposa desde abajo.

De mala gana cerró la boquilla, se pasó las manos abiertas por el cuerpo para eliminar el agua residual, eligió una toalla suave y comenzó a secarse.

Dándose vuelta, mientras se secaba, lo volvió a ver. Negro, en relieve.

Más grande que un grano de café.

"¿Como es posible?" Él se preguntó. “¿No ha crecido? ¿En tan poco tiempo? Debí haber visto mal esta mañana. Y entonces tal vez siempre lo he tenido". Intentó convencerse a sí mismo, pero sin éxito.

Una ligera sensación de inquietud ahora se estaba apoderando de él lentamente.

 “Los lunares siempre son imponderables. Algunos permanecen allí, latentes, de por vida, mientras que otros se transforman lentamente y se convierten en tumores”, parecía recordar las palabras del dermatólogo unos años antes.

“¿No va a ser uno de esos? ¿De los que se transforman? Él se preguntó. Pero decidió no decirle nada a su esposa.

La cena fue horrible. No podía quitarse de la cabeza la idea del lunar. No tenía apetito; más de una vez Serena le preguntó cómo estaba, por qué se veía tan pálido, si había pasado algo en el trabajo. Tullio apenas podía balbucear algunas respuestas, la mayoría estúpidas o que no tenían nada que ver con la pregunta que le habían hecho. Se sentía como si un peso descansara sobre su hombro izquierdo, como un animal mordiendo, con sus garras clavándose en su carne.

Tenía miedo. Miedo a algo desconocido, inesperado, nuevo.

Una vez terminada la cena, corrió de regreso al baño, frente al espejo y se desnudó furiosamente.

Ya no estaba allí.

No lo creyó. Pero ya no estaba allí. Desaparecido.

Se fue tan pronto como llegó: habiendo escapado del peligro, Tullio poco a poco recuperó su color original y, de hecho, incluso estaba alegre.

El pensamiento del lunar apenas lo conmovió esa noche frente al televisor y con su esposa en brazos, era lejano, un mal sueño, que se desvaneció cuando despertó pero que aún le dejó una sutil sensación de inquietud.

Las habituales gotas de hipnótico antes de irse a dormir (las cicatrices mentales que tenía estaban lejos de desaparecer) y rápidamente bajo las sábanas. En definitiva, una noche artificial pero apacible y, quizá gracias a las gotas o quién sabe por qué, un despertar sin monstruos en la cabeza. Cosa rara.

Luego, los habituales gestos automáticos: pulsar el botón de repetición del radiodespertador para dormir otros 8 minutos, quitar la alarma antirrobo, bajar las escaleras, sacar las tazas de todos del lavavajillas, abrir el armario y preparar las galletas, preparar la mesa. La rutina habitual.

Una vez que terminó de comer, fue al baño como todas las mañanas exactamente a las 12 y 7 minutos desde que cumplió 15.

El primer pensamiento fue para el lunar. Se quitó la camisa y miró debajo del hombro izquierdo.

Bueno, ya no estaba allí.

Luego volvió a realizar todo el ritual de lavado y afeitado.

“¿Pero ¿qué es esto?” se preguntó mientras su mirada estaba por debajo de su hombro derecho, inconscientemente preocupado.

Él, el bastardo.

Se había movido, o al menos había aparecido otro con exactitud, muy precisamente, en el lado opuesto. Lo mismo. Una mancha de color marrón oscuro, del tamaño de un grano de café. En ligero alivio.

Feo.

"Qué demonios…?". Otro. Cerca del ombligo. Lo mismo. Parecían gemelos. Y lo podía ver bien. De hecho, era un poco más grande.

Luego decidió revisar su cuerpo cuidadosamente. Y mientras observaba, parecía descubrir otros nuevos. Pequeños, escondidos, pero iguales que el primero. Decenas. En todos lados. Tres en el codo, uno debajo de la axila, o mejor dicho uno a cada lado; uno detrás de la rodilla, algunos escondidos debajo de la barba.

En todos lados. Malditos bastardos, pensó.

Pero más que enfado se sentía rodeado por algo que no entendía, sobre lo que no tenía control, atacado por un pequeño pero formidable ejército, golpeado en el corazón.

Y tuvo miedo. Un puto miedo.

Todo tan inesperado, repentino, atacado justo cuando intentaba desesperadamente salir de otros dolores, mientras intentaba laboriosamente curar las heridas que había comenzado a sufrir el año anterior, básicamente similares a aquellos lunares: primero algunas advertencias, torpemente juzgadas, de poca importancia y luego, con el paso de los meses, una verdadera avalancha lo azotó y lo peor se fue acumulando, obligándolo también a realizar, como un sonámbulo, actos horribles, para a su vez causar dolor, aislándose cada vez más. Arriesgándose a la locura, a la depresión en el mejor de los casos.

Corrió hacia la habitación y despertó a Serena quien, como por milagro, abrió los ojos que inmediatamente conectaron las neuronas y se asustó, temiendo que algo les hubiera pasado a los niños.

"¿Qué pasó? ¿Adelaida está enferma? ¿A Vittorio también le sangró la nariz anoche? preguntó.

"Mírame, Serena, ¡me están apareciendo lunares por todas partes!" “No los tenía antes, ni tantos, ni tan malos” casi gritó Tullio, verdaderamente aterrorizado ahora.

Serena, objetiva y práctica como siempre, lo observó atentamente, centímetro a centímetro; primero la espalda, luego los brazos, las piernas, el pecho, el vientre. Luego dio el veredicto: "Mira, Tullio, siempre has tenido muchos lunares, pero en realidad hay un par que nunca había visto, o al menos notado antes, y debo decir sinceramente que no son muy bonitos".

Así, directa como siempre, para evitar malentendidos.

Se vistió con lo que tenía disponible, pero siempre elegante, por supuesto, y se fue a la oficina. El viaje en coche fue, como de costumbre, un torbellino de pensamientos: la espera de una llamada telefónica que alguna vez fue habitual y que nunca volvería a recibir, el habitual amigo sindicalista para informarse mutuamente sobre las últimas novedades del Gran Imbécil, la llegada al aparcamiento blindado, ni siquiera si estuvieran esperando un ataque terrorista o el robo del siglo fuera inminente... A menudo pensaba que esos cientos de miles de euros gastados en puertas, torniquetes, puertas de seguridad, vigilancia, tarjetas de identificación, en realidad, no debían defenderse de los ladrones, sino no dejar escapar a aquellos que ya habían penetrado en el interior, con contratos principescos.

El jefe había llegado tres años antes y su inconmensurable nivel de arrogancia y presunción quedó inmediatamente claro para todos. Tullio no recordaba el detalle, pero unos días antes algunas personas le habían señalado que, durante la primera reunión con el personal administrativo y directivo, en la cantina, el nuevo presidente había tenido a bien ponerse cómodo sentándose en una mesa y colocando sus zapatos hechos a mano en una de las sillas donde el personal se sentaba cada día a comer...

Y después de unos meses de relativa democracia y colaboración, al menos con sus subordinados directos la planeada había comenzado la destrucción de la sede y de la planta principal: contratación de personas de confianza, eliminación progresiva de quienes habían sido estrechos colaboradores del anterior presidente, grandes proyectos de reubicación, etc., en un crescendo de “Cavalleria Rusticana".

Y esa mañana, con la preocupación de los lunares, también tuvo que escuchar esas toneladas de tonterías.

Pero lo primero que había que hacer era llamar al dermatólogo. Excelente, conseguida en el primer intento una cita para la tarde siguiente. Otras 24 horas de sufrimiento y entonces todo quedará claro, esperaba.

Le molestaban ahora. Le picaban.

Parecían moverse. Parecían agitados, en cierto modo.

Como si percibieran ese clima hostil, tenso, la presencia de personas que los habían lastimado, durante meses y meses, callando su verdadera naturaleza, mintiendo, golpeando todos los días y luego pretendiendo curar las heridas, asesinos de sueños.

Parecía que entendían aún más, aumentando su pequeña pero molesta actividad incluso en presencia de personas aparentemente amigables, cómo eran capaces de identificar la maldad, la falsedad, la mentira, mucho más allá de las capacidades de Tulio, aquellas naturalmente presentes en mayor o menor medida en todos los hombres.

Y lo hicieron para defenderlo, por lo tanto, con un propósito muy específico y no ofensivo, no mortal, al menos para él, como había pensado inicialmente.

Quizás se equivocó.

Habían surgido para defenderlo de los demás, ya que a veces era incapaz de distinguir el bien del mal; pero tal vez fuera demasiado decirlo, digamos que la confianza en los demás, otorgada de forma natural e ilimitada, no siempre había sido acertada.

Naturalmente, él también se había esforzado en ello, enamorándose perdidamente no sólo de sí mismo, sino también de los juicios de muchos, de ser definido como "grande", irremplazable, para nunca quedarse atrás... y así había sido. volverse cada vez más estúpido: se aprovechaba emocionalmente de ese ficticio estado de gracia, especialmente hacia aquellos que estaban más cerca de él y que en cambio deberían haberlo apreciado y tratado con guantes de seda, se irritaba fácilmente, sintiéndose casi autorizado a hacerlo, a veces incluso con un toque de sadismo y sin entender que la vida es una rueda que gira e incluso las víctimas tarde o temprano buscan otros verdugos y dejan al verdugo con el hacha en la mano y la mirada idiota perdida en el espacio.

Los lunares. Tullio empezaba a entenderlos: no sabía por qué, pero empezaba a confiar en ellos.

Pensó que, si realmente hubiera sido así, tal vez le hubieran ayudado a abrirse no menos sino mejor a los demás, dándolo todo, como solía hacer él, pero sólo por quienes verdadera y sinceramente lo merecían.

Y ellos le advertirían de los peligros, pequeños perros guardianes, invisibles y terribles.

Y de hecho una de las malas historias que había vivido (y que seguía viviendo en un ir y venir sin ningún sentido) le había vuelto a enseñar que al final lo importante es hacer las cosas que te parecen bien y mirarte a ti mismo: cada noche en el espejo encontrándote frente a una persona honesta y justa, apasionada, aunque herida, tan limpia como se puede estar, aunque no libre de pecados. Y poder dormir con la creencia, primero, de no haber hecho ningún daño, segundo, de haber hecho también el bien, y no esperar reconocimiento.

El timbre del teléfono lo hizo saltar en la silla del escritorio: era uno de sus colaboradores más cercanos "hola, soy Simona, ¿cómo estás?"

"Ahora te pican como locos y te empujan, como si algo de dentro quisiera salir, atacarte, morderte", pensó Tulio.

Dolores violentos y dolorosos.

Y ahora una reunión importante. Cada vez que se encontraba en situaciones similares (y sólo Dios sabe cuántas había vivido) observaba atentamente el comportamiento de los participantes y reconocía actitudes absolutamente similares a las de muchos animales: el pavo real, el pequeño león que aspira a la posición del rey leòn, conejos, buitres, chacales, búhos, mantis religiosas, gansos, perros guardianes, lirones en perpetua hibernación y muchos otros.

Y precisamente por eso llevaba muchos años pensando en escribir un libro que debería haberse titulado: "Etología Organizacional: comportamiento animal en las organizaciones".

Evidentemente en la sala de reuniones, ya llena de gente, el Príncipe aún no había llegado, tampoco su lamebotas, todavía subiendo sobre tacones vertiginosos y con su blusa blanca abierta hasta el ombligo.

Se los imaginó entrando poco después, él maleducado como siempre, sin saludar a nadie y con la camisa rigurosamente confeccionada y abierta un botón de más, una buena distensión del estómago, encorvado en el sillón de la cabecera de la mesa y ella, más delgada, de lo habitual y recién salida de otro arrebato unos minutos antes.

Como era de esperar, el jefe entró sin devolver el saludo que le había dirigido el público, incluido Tullio, aunque de mala gana.

Sintió un gran movimiento bajo la piel, le ardía, le costaba incorporarse. Le parecía que su espalda, especialmente la parte superior entre los omóplatos estaba llena de actividad, como si un ejército interminable se estuviera preparando para la batalla, levantando tiendas de campaña, afilando espadas, revisando las estrategias de ataque por enésima vez. Y el campamento era él.

El espectáculo comenzaba ahora.

El Príncipe Mandarín, particularmente sombrío por quién sabe qué acuerdo que no se concretó, escupió malicia gratuita hacia cualquiera que abriera la boca: “las fábricas no han producido este mes, y la gente no está haciendo una mierda, y los pedidos no llegan, ya sabes planificar, la calidad es pésima, si sigue así lo trasladaré todo a Eslovaquia, los costes están fuera de control”. Y lo más increíble fue que muchos de los sentados alrededor de la mesa, especialmente los "informes directos", asintieron como si de esa boca sibilante salieran no avalanchas de chorradas astronómicas, sino nuevos mandamientos de la Biblia además de los 10 clásicos.

Su espalda ardía, como si el efecto de aquellas palabras hubiera sonado como cuernos de guerra, acelerando los preparativos del ejército, anticipando el momento del ataque.

Tullio se había quitado el jersey y se había quedado en camisa; luego, indefenso ante el calor que provenía de su interior, se desabrochó los puños y se subió las mangas hasta los codos, aunque no recibió el alivio que esperaba.

Y allí vió el primero.

Sintió el lunar más grande, el primero que había notado el día anterior, el que ahora era más grande que un grano de café, moverse desde su omóplato y subir por su hombro. Cuando llegó al codo, Tullio lo vio claramente: era del tamaño de una moneda de un euro, negro, grueso y con unas patitas que le hacían moverse con sorprendente agilidad y velocidad.

Tullio saltó (pero por suerte nadie se dio cuenta) e instintivamente dejó que su brazo inerte se dirigiera hacia el suelo, tratando de no perder de vista a aquella cosa.

Y ésta, agradecida por el movimiento discreto de Tullio, siguió descendiendo hacia la mano: el codo, el antebrazo, la muñeca, el dorso de la mano, ahora. Luego se detuvo, sin saber qué hacer.

Un minuto interminable. Tullio estaba en apnea.

Pero la pequeña criatura ya tenía en mente qué hacer: descendió con decisión en dirección al dedo medio (“inteligente y sarcástico”, pensó Tullio) y salió cayendo al suelo.

A tiempo de orientarse, levantó lo que parecía un bozal, pareció olfatear a su alrededor como uno de los perros que Tullio tenía en casa, buscando presas y luego emprendió el camino decidido hacia la izquierda.

Tullio lo miró de reojo, pero era difícil seguirlo, entre todas esas piernas, los cables de los distintos portátiles colocados sobre la gran mesa de reuniones.

La pequeña bestia se dirigía decidida hacia el Mandarín y a medida que se acercaba, esquivando milagrosamente los movimientos de sus zapatos, los tacones vertiginosos de la Princesa, las bolsas de los recién llegados colocadas en el suelo, parecía volverse más agresiva, peluda también, con pelo erizado, duro, ganchudo. Se detuvo un momento junto a sus zapatos y luego inició el ascenso: el primer paso, las costuras extremadamente preciosas y rigurosamente hechas a mano de la suela, la pala, el lazo de los mocasines. Luego desapareció de la vista, trepando por las medias de seda, bajo los pantalones a rayas con puño de 4 cm.

En ese momento Tullio recuperó el bolígrafo y se levantó. Volvió su mirada hacia el jefe y lo vio de repente primero molesto por la picazón de algo en su pierna y luego palideciendo, haciendo una mueca de dolor.

Joder, estaba dentro de él. Tulio estaba seguro de ello; el pequeño bastardo había terminado de trepar por la seda, había subido hasta la rodilla, había dado un tranquilo paseo sobre sus muslos, se había deslizado debajo de su ropa interior y allí evidentemente había encontrado el suave agarre para entrar en el cuerpo del enemigo. Y había entrado en él.

El jefe, con el rostro pálido, se rascaba la protuberancia, lo que evidentemente era doloroso, dada la cara que ponía. Se levantó de la silla, corrió a su oficina y se encerró.

En definitiva, terminada la reunión y todos en casa, dada la hora tan avanzada.

Pero, aunque el viaje en coche ponía kilómetros entre el infierno y Tullio, los lunares no dejaban de atormentarlo: de hecho parecía que estaban todos concentrados en un solo punto, que progresivamente se iba hinchando y ahora estaba duro al tacto.

Una vez que llegó a casa corrió al baño y se desnudó furiosamente frente al espejo.

Se habían vuelto uno, del tamaño de una pelota de tenis, y dolía: palpitaba como si hubiera algo dentro.

Algo empujando para salir.

Tenía miedo. Como nunca.

Y cuanto más lo miraba en el espejo, más lo veía crecer. Se estaba ampliando. Y empujó: la punta de esa cosa circular pareció elevarse, creando una especie de cono; la superficie negra se estiró y le pareció ver un dedo en su interior, con una uña larga. Estaba intentando salir, estaba seguro de ello.

Ahora estaba creciendo visiblemente.

Le cubrió el hombro y sintió el peso de la bestia dentro de él.

La sintió retorcerse locamente, obligándolo a golpear el fregadero, la ventana francesa, el radiador, a izquierda y derecha, a derecha e izquierda.

Ya no la controlaba: en el espejo vio una cosa informe que se hinchaba en su espalda. Ahora sintió una cabeza, con su enorme boca abriéndose, intentando desgarrarle la piel.

La escuchó gritar locamente y gritó con ella, el dolor insoportable de su carne desgarrada, el miedo loco de lo que le haría. Estaba gritando.

Tuvo que defenderse. Vio un par de tijeras en el neceser, incluso la lima de uñas de Serena.

Los tomó a ambos y golpeó, al azar, detrás de él.

La bestia herida gritó de dolor. Ahora no era la sangre de Tullio la que salpicaba por todas partes, sino la de ella.

El lunar si se pudiera llamar así esa cosa negra que cubría toda su espalda, ahora se habría abierto por completo, dejando salir esa cosa y seguía golpeando y golpeando.

Ya no podía ver nada, tenía los ojos y el rostro cubiertos de sangre.

Serena, asustada por los gritos, subió corriendo las escaleras y, armándose de valor, entró al baño. Antes de darse cuenta de lo que estaba pasando, abrió la puerta del balcón. Su intervención fue providencial porque la bestia de alguna manera entendió que la única esperanza de sobrevivir era escapar, abandonar el cuerpo del que nació y del que pretendía alimentarse, liberarse de esa furia, buscar escapar.

Y saltó, estrellándose contra el suelo con un sonido sordo que le rompía los huesos.

Tullio se miró en el espejo sin reconocerse.

Sangre, carne, jirones de piel negra, escamas, uñas. Rojo por todas partes. Su esposa también quedó cubierta por él, a pesar de no haber estado más de diez segundos en ese lugar.

Su mano todavía temblaba mientras sostenía esas pequeñas pero terribles armas.

Su espalda, abierta como una enorme herida, sangraba, pero no se sentía tan mal. Lo único que se había desgarrado era la piel. Sin lesiones internas.

Estaba respirando, ahora. Empezó a respirar de nuevo.

Serena se había acercado y lo estaba abrazando. Ella tomó las tijeras y la lima de sus manos, las colocó sobre el fregadero y lo abrazó.

Lo sintió temblar, todavía aterrado por aquella terrible aventura.

No le importaba la sangre, el olor a carne desgarrada; tenía de vuelta a su hombre que hasta momentos antes había pensado que perdería, asesinado sin tener culpa alguna, elegido entre millones de personas como en un juego sin sentido, protagonista involuntario de un acontecimiento inconcebible.

En el patio, alrededor del cuerpo inanimado de la bestia, deambulaban sus perros curiosos.

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A prima vista sembrava un neo.

Quella mattina, come tutte le mattine esattamente alle 7 e 12 minuti fin da quando aveva compiuto 15 anni, Tullio si faceva la barba davanti allo specchio e si guardava.

Osservava il cranio pelato, le sopracciglia, gli occhi, il naso regolare, le labbra sottili, quel pizzetto che da tanti anni aveva sostituito la barba. E si piaceva. Nonostante i quasi 50 anni si piaceva, anzi adesso ancora più di quando era giovane: il viso sempre un poco abbronzato, il nero intenso delle pupille, quelle pieghe tra gli occhi lo rendevano, almeno così lui pensava, dotato di un certo fascino. Anche i chili che aveva perso negli ultimi mesi (non per sua volontà ma per una serie di dispiaceri subìti) avevano lasciato il suo corpo asciutto, in forma, proporzionato. Insomma, non era affatto male, pensava mentre si spalmava la schiuma da barba sulle gote e sul cranio.

A torso nudo, come tutte le mattine esattamente alle 7 e 15 minuti, iniziava l’opera di rasatura: prima la parte dietro all’orecchio destro, poi la nuca e la parte più difficile, quella dietro l’orecchio sinistro, dove ogni stramaledetto giorno lasciava sempre qualche pelo che con il tempo diventava orribilmente lungo, sufficiente ad irritarlo quanto bastava. Se c'era una cosa che non sopportava (in realtà ce n'erano tante) era quella di avere parti fuori controllo, come residui di rasatura, peli sporgenti nelle orecchie o nel naso. Un paio di volte la settimana dedicava preziosi minuti alla minuziosa ricerca di quelle anomalie e, se trovate, alla loro eliminazione, spesso pizzicandosi le narici con le forbici, nel caso del naso, ed altre volte tagliandosi pezzettini di orecchio, con conseguente affannata corsa ad arrestare il sangue che colava, impiastricciando la matita emostatica e l'asciugamano.

Finita la testa, passava poi alle gote, "più facile" pensava, facendo attenzione a non lasciare asimmetrie (buone solo nei giardini giapponesi, quelle) sul viso e sul pizzo. Una sciacquata, poi l’asciugamano a levare la schiuma residua. Ancora la matita emostatica per gli altri piccoli tagli “ma quand’è che imparerò?” La crema idratante, buona, discretamente profumata, il deodorante sotto le ascelle, qualche goccia di profumo, un ultimo sguardo compiaciuto allo specchio e via, pronto per la cerimonia di vestizione in camera da letto.

Ma mentre si stava girando, come tutti i giorni da sinistra verso destra, lo vide per la prima volta.

Sembrava un neo.

“Ma l’ho mai avuto? Con quanto tempo ogni mattina passo allo specchio, avrei già dovuto notarlo” pensò. Dietro la scapola sinistra, visibile solo sforzando gli occhi in una torsione quasi innaturale (“essere in forma non vuol dire necessariamente fare il contorsionista” diceva tra sé e sé), una macchia marrone scuro, grande come un chicco di caffè.

In leggero rilievo.

Brutta.

Non che non avesse già dei nei, anzi. Ma a parte quello sul braccio destro, da sempre odiato ma non abbastanza da farselo togliere, nessuno che gli desse così fastidio alla vista. Insomma, questo, brutto era brutto. E non c’entrava niente con la sua schiena; sembrava, come dire? fuori posto.

“Si vede che non mi guardo abbastanza o forse che oggi, a forza di essere dimagrito e per l’effetto combinato del pilates e del golf, riesco a torcermi di più, sono più elastico …” sperava.

“Vabbè, tanto è là dietro, coperto, fastidio non dà”.

Chiusa la porta del bagno, passò in camera da letto a vestirsi. Serena dormiva ancora, coperta fino agli occhi. Neanche l’aveva sentito alzarsi, come tutte le mattine. Come faceva ad avere sempre così sonno, era un mistero. E pensare che spesso di sera si addormentava sul divano, mandati a letto i bambini e anche quando Vittorio era piccolo (adesso aveva già 13 anni), a letto non si svegliava neppure ai suoi pianti disperati e tutte le volte (o quasi) toccava a Tullio alzarsi, andare a vedere, prenderlo in braccio cercando di farlo riaddormentare o portarlo in camera per la poppata notturna, che ovviamente non toccava a lui.

E il piccolo si era divertito a replicare lo spettacolo per 18 lunghissimi mesi, stabilendo anche un record: farlo alzare 21 volte in una notte. Più di una volta Tullio aveva pensato:” Io questo lo ammazzo” ma poi l’amor paterno era prevalso (ed il buon senso anche) ed aveva continuato a goderselo di giorno e ad odiarlo di notte.

Tutt'altra storia con Adelaide, la secondogenita, di dieci anni: perfetta, tranquilla, dormigliona anche da piccolissima, insomma, un paradiso al confronto.

Accese la luce nel corridoio dietro il letto, aprì l’armadio e cominciò a pensare a come si sarebbe vestito quel giorno.

Nonostante metà del grande armadione a muro fosse stracolmo di cose sue, era sempre difficile scegliere. Pensava: “Primo: giacca e cravatta o camicia e maglione, oggi? O magari la dolce vita in tinta con i pantaloni? "No, la cravatta non la metto, voglio essere anticonformista, visto che in ufficio oggi c’è quello stronzo del capo. Ci tiene talmente all’apparenza dei suoi “manager” che piuttosto le taglio tutte con il rasoio e non le metto mai più. Anzi magari mi metto una camicia a righe e mi faccio chiedere dall’imbecille chi è il mio camiciaio… di più, ci abbino anche quelle scarpe di Armani fatte a pantofola che tanto gli danno fastidio. Sapesse che invece di 300 € le ho pagate 30€ gli girerebbero ancora di più”.

“Secondo: i pantaloni. Un fisico asciutto deve essere esaltato da pantaloni senza pence. Quelli a quadri viola, così anni ’70, non li metto da un po’. Ma abbinare il viola è sempre un problema e la dolce vita non ho voglia di metterla. Dai, tagliamola corta. Quelli grigi che Serena mi ha fatto comprare, una camicia azzurra che con l’abbronzatura leggera sta bene e il golf di lana cotta. Mi metto le Tod’s che ho comprato a Mendrisio e sono a posto".

Ma mentre si metteva la camicia lo sentì di nuovo. “Sarà che il cotone di questa camicia è un po’ più pesante o forse quel tessuto a nido d’ape, ma sembra che gratti” si disse. “Cambiamo camicia; ne avrò 50 e trovarne una morbida non sarà certo un problema”.

Infatti, dopo qualche tentativo ne trovò una perfetta: celeste a righine bianche. Stava ancora meglio. Era soddisfatto. È proprio vero che dietro ogni problema c’è sempre un'opportunità, come dicono gli americani, maestro assoluti delle frasi fatte e tra i più bravi al mondo nel predicare bene e razzolare male. E Tullio, che lavorava in una multinazionale americana da dieci anni, lo sapeva bene come pochi altri.

Dieci anni, non gli sembrava vero.

Ne era entrato alla fine del 1999 ("il giorno dei morti del '99" scherzava sempre) quasi per caso, senza avere minimamente idea né dell'Azienda né del prodotto, attraverso un cosiddetto "cacciatore di teste".

Era stato fortunato, senza dubbio, non solo per l'enorme aumento di stipendio, ma soprattutto perché aveva potuto imparare una montagna di cose: dall'inglese all'attenzione da dedicare ai problemi veri, alla rapidità di decisione, all'attenzione (naturalmente presente in lui da sempre) alle persone, osservando il Capo di prima, i colleghi, le persone anche umili lavorare con passione ogni giorno, concentrati sui risultati e sui rapporti umani.

Un'Azienda quasi fuori dal tempo, con i suoi difetti, come tante, ma con delle straordinarie caratteristiche e risultati fantastici. Da decenni.

Ma erano passati dieci anni, alcuni bellissimi anche se difficili, e altri, specie gli ultimi, orribili ma non soltanto per ragioni strettamente lavorative ma legate, come dire, all'ambiente di lavoro; insomma, per quel verso la stessa ragione che un tempo li aveva resi straordinariamente luminosi, da un anno li aveva fatti diventare un vero e proprio incubo, dal quale non riusciva ad uscire.

Per fortuna quella mattina era iniziata decentemente e quei pensieri non lo tormentavano ancora.

Si guardò soddisfatto nello specchio dell'armadio, spense la luce, mandò un bacio a sua moglie (che ovviamente continuava a dormire pacifica) ed uscì dalla stanza.

Scese la rampa di scala che portava nell'ingresso cercando di non sbattere contro la ringhiera, aprì la porta dell'armadio a muro dove si trovavano in una confusione indicibile le giacche di tutta la famiglia, scarpe, ciabatte, scatole con sciarpe e guanti, decine di borse di Serena; fissò attento quella montagna di cose in cerca di ispirazione e finalmente realizzò: "Il golf è un po’ lungo e mi tocca scegliere la giacca a vento blu.”

La prese facendo crollare la montagna, sacramentò, si chinò a raccogliere il tutto, prese la giacca ed uscì dall'armadio.

Mentre la stava indossando lo sentì di nuovo, il fastidio.

 Nulla di strano o di doloroso, per carità.

Solo un lieve, piccolissimo fastidio dietro la scapola sinistra.

Lui, il neo, bastardo.

Un paio di coccole ai cani, due labrador ed un beagle sdraiati chi sul pavimento caldo della cucina, chi nella sua cesta, il cappello in testa, la borsa e via, "per un’altra giornata di merda" pensava.

Da un po’, infatti, il lavoro non gli piaceva più. Nonostante la posizione e lo stipendio (da favola, dicevano in molti) non ne poteva più: del capo (ma questo è già chiaro, no?), dell’ipocrisia dei colleghi, sempre pronti a leccare il culo al Presidente ed a criticarlo nei corridoi, alla meschinità di alcuni impiegati anche molto vicini a lui, sta di fatto che era stanco e stufo di vedere quelle facce.

L’Azienda per cui lavorava era cambiata troppo negli ultimi mesi: aveva dovuto tagliare più di 200 teste senza alcun motivo serio e soprattutto profondo: sì, c'era stata la crisi dell'autunno 2008, improvvisa, forte, con cali fino al 40% degli ordini, ma in fondo era durata meno di 6 mesi, anzi, già a febbraio dell'anno successivo aveva dovuto chiedere ai dipendenti di lavorare tutti i sabati e raccontare un sacco di balle per descrivere una situazione più tragica di quella che era in realtà.

Ed il peggio, scoperto giorno dopo giorno, che la strage in realtà doveva servire al Capo per portare a casa un incentivo di tutto rispetto e per far posto ad una pletora di raccomandati ed incapaci oggettivamente rivoltante, ma tutti amici, od amici degli amici.

Ed ancora aerei privati a go-go, autista per il capo (e la moglie), rimborsi spese gonfiati, assegni a vuoto, insomma più si parlava di etica e virtù e meno se ne usava.

Tutto alle spalle di quei poveri cristi che guadagnavano poco più di mille euro al mese.

Incompetenza, ignoranza della materia e cerimonie da Corte dei Miracoli (insieme all’uso spropositato di orrende cravatte di Hermes) erano diventate il nuovo pane quotidiano, mal digerito da tutti quelli che, come lui, ci avevano messo passione ed impegno negli anni passati, ci avevano non solo creduto, ma avevano dato l'anima per creare un clima di rispetto, fiducia e, nonostante le brontolate, anche un discreto livello di collaborazione tra le persone.

“Facciamo passare questa giornata in qualche modo” pensava “ed arriverà di nuovo il week-end”, ma soprattutto pensava alle due opportunità di cambiare lavoro che sembravano esserci; entrambe interessanti, anche se diverse tra loro, ma con un minimo comun denominatore: la libertà, smettere di stare male, allontanarsi dagli incubi... per sempre.

Non sapeva ancora, Tullio, mentre si avvicinava al garage, che nessuna delle due opportunità sarebbe andata a buon fine e che avrebbe continuato a soffrire come un cane per un altro anno.

Ma sospirò, pensando alla fortuna che ci voleva e che da un po’ sembrava averlo abbandonato, aprì la portiera dell’auto, si levò la giacca a vento e si sedette al volante della sua nuova Q5, bianca, bellissima.

Di nuovo il fastidio. “Adesso è solo suggestione” si disse “Pensa a qualcos’altro”.

Così fece ed il fastidio passò.

Tutto sommato la giornata non fu così schifosa: qualche telefonata, alcuni consigli dati ai suoi successori (dopo un lungo respiro ed un'apnea interminabile), le e-mail, il nuovo sistema su cui lavorare, due chiacchiere un po’ forzate con l’ex assistente, fecero sì che le sette arrivarono senza molto affanno. Prima di arrivare a casa passò ancora a Saluzzo in palestra per prendere Vittorio, appassionato del basket come pochi anche se non esattamente portato per quello sport e poi finalmente arrivò.

Adelaide gli corse incontro come sempre, abbracciandolo forte e lui toccò il cielo con un dito; quella bambina era così carina... dolce, educata, affettuosa, insomma, il grande e "cattivo" Capo del Personale nelle braccia di sua figlia si scioglieva come neve al sole.

"Vado a farmi una doccia” disse a Serena dopo averla baciata e salì le scale.

Cerimonia di svestizione, molto più disordinata. Se c’era una cosa che odiava (un'altra) era mettere a posto le cose. Non che sua moglie fosse tanto più ordinata di lui, ma almeno si sforzava di esserlo e soprattutto aveva una memoria di ferro: sapeva sempre esattamente dove si trovava tutto.

Appese i pantaloni, appallottolò la camicia e le mutande per buttarle nella cesta dello sporco, piegò il golf blu e si incamminò nel bagno.

Mise un asciugamano a terra per non bagnare il pavimento, aprì l’acqua calda, azionò il selettore della doccia e iniziò a lavarsi. Bagnoschiuma al talco, spugna gialla ed olio di gomito. Il risciacquo con acqua bollente, una meraviglia. La lasciò correre a lungo sul cranio pelato e sulle spalle. Gli dava sollievo e sembrava sciogliesse le tensioni di quei mesi. Chiuse gli occhi e sollevò il viso verso il soffitto, facendosi inondare dal getto forte e caldo dell'erogatore. Il vapore di spandeva nella stanza, coprendo di microscopiche gocce il grande specchio, il pavimento, le piastrelle; penetrava nel suo respiro, gli scaldava la pelle ancora di più, permettendo alle tossine di andarsene, trascinate dall'acqua nello scarico.

Sarebbe rimasto lì per ore, magari sotto un getto ancora più forte.

Via, portare tutto via, lontano, allontanare per sempre quegli incubi maledetti, il Male.

“Hai finito? Mangiamo” urlò sua moglie da basso.

A malavoglia chiuse l'erogatore, passò le mani aperte sul corpo per togliere l'acqua residua, scelse un asciugamano morbido ed iniziò ad asciugarsi.

Girandosi, nell’asciugarsi, lo vide di nuovo. Nero. In rilievo.

Più grande di un chicco di caffè.

Brutto.

“Ma come è possibile?” si chiese. “non sarà mica cresciuto? In così poco tempo? Avrò visto male, stamattina. E poi magari l’ho sempre avuto”. Cercava di convincersi, ma senza successo.

Un lieve senso di inquietudine adesso stava lentamente insinuandosi in lui.

 “I nei sono sempre imponderabili. Alcuni rimangono lì, dormienti, per tutta la vita mentre altri pian piano si trasformano e diventano tumori” gli sembrava di ricordare le parole del dermatologo, qualche anno prima.

“Non sarà mica uno di quelli? Di quelli che si trasformano?” si chiese. Ma decise di non dire nulla a sua moglie.

La cena fu orribile. Non riusciva a togliersi dalla testa il pensiero del neo. Non aveva appetito; più di una volta Serena gli chiese come stava, perché appariva così pallido, se era successo qualcosa al lavoro. Tullio riusciva a malapena a farfugliare qualche risposta, prevalentemente stupida o che non aveva nulla a che fare con la domanda che gli era stata posta. Neanche le storie dei bambini lo distraevano, né le notizie del telegiornale. Gli sembrava che un peso gravasse sulla sua spalla sinistra, come un animale che morde, gli artigli piantati nella carne. Aveva paura. Paura di qualcosa di sconosciuto, inaspettato, nuovo.

Finita la cena, corse nuovamente in bagno, davanti allo specchio e con furia si spogliò.

Non c’era più.

Non ci credeva. Ma non c’era più. Sparito.

Scomparso così come se ne era arrivato; scampato il pericolo Tullio riprese pian piano il suo colorito originale, era anzi fin allegro.

Il pensiero del neo lo sfiorò appena, quella sera davanti alla TV e con la moglie tra le braccia, ma era come lontano, un brutto sogno, svanito al risveglio ma che lascia comunque un sottile senso di disagio.

Le solite gocce di ipnotico prima di andare a dormire (le cicatrici mentali che aveva eran tutt'altro che svanite) e veloce sotto le coperte. Insomma, una notte artificiale ma tranquilla e, forse grazie alle gocce o chissà perché, un risveglio senza mostri nella testa. Cosa rara.

Poi, i soliti automatici gesti: premere lo snooze sulla radiosveglia per dormire ancora 8 minuti, togliere l’antifurto, scendere le scale, prendere le tazze per tutti nella lavastoviglie, aprire l'armadietto e preparare i biscotti, preparare la tavola e, mentre il microonde scaldava il suo latte, prendere le ciotole in dispensa, infilarsi nel sottoscala dove era messo il mangime dei cani, sbattere la solita craniata,  aprire la grande finestra scorrevole che dava sul giardino e permettere così ai tre selvaggi di entrare come furie in cucina con la cagnolina che, tutte le sante mattine, anziché fare le feste al padrone cercava di azzannare Gastone, mentre Matilde, il Labrador femmina, si faceva accarezzare.

La solita routine.

Finito di mangiare, si recò in bagno come tutte le mattine esattamente alle 7 e 12 minuti fin da quando aveva compiuto 15 anni.

Il primo pensiero fu per il neo. Si tolse la maglietta e si guardò sotto la spalla sinistra.

Bene, non c’era proprio più.

Compì allora nuovamente l’intero rito di lavaggio e sbarbatura.

“Ma che c’è da questa parte?” si chiese mentre lo sguardo cadeva sotto la spalla destra, inconsapevolmente preoccupato.

Lui, il bastardo.

Si era spostato, o almeno ne era spuntato un altro esattamente, precisissimamente dalla parte opposta. Uguale. Una macchia marrone scuro, grande come un chicco di caffè. In leggero rilievo.

Brutta.

“Ma cosa diavolo …?”. Un altro. Vicino all’ombelico. Uguale. Sembravano gemelli. E questo lo poteva vedere bene. Era, anzi, leggermente più grande.

Decise allora di controllare bene il suo corpo. E man mano che osservava gli sembrava di scoprirne di nuovi. Piccoli, nascosti, ma uguali al primo. Decine. Ovunque. Tre sul gomito, uno sotto l’ascella, anzi uno per parte; uno dietro il ginocchio, alcuni nascosti sotto la barba.

Ovunque. Bastardi maledetti, pensò.

Ma più che arrabbiato si sentiva come accerchiato da qualcosa che non comprendeva, di cui non aveva il controllo, attaccato da un piccolo ma formidabile esercito, colpito al cuore.

Ed aveva paura. Una paura fottuta.

Tutto così inaspettato, improvviso, assalito proprio mentre stava cercando disperatamente di uscire da altri dolori, mentre stava faticosamente cercando di far cicatrizzare le ferite che aveva iniziato a subire l’anno precedente, in fondo simili a quei nei: prima qualche avvisaglia, giudicata maldestramente di poco conto e poi, man mano che i mesi passavano, una vera e propria valanga che l’aveva investito ed il peggio si era aggiunto al peggio, obbligandolo anche a compiere, come un sonnambulo, atti orribili, a causare a sua volta dolore, ad isolarsi sempre di più.

A rischiare la follia, la depressione nel migliore dei casi.

Corse in camera e svegliò Serena che, come per miracolo aprì gli occhi che mise i neuroni in connessione immediatamente e si spaventò, temendo fosse successo qualcosa ai bambini.

“Che cosa è successo? Adelaide sta male? Vittorio ha sanguinato dal naso anche stanotte?” chiese.

“Guardami, Serena, mi stanno spuntando nei dappertutto!” “Non li avevo prima, non così tanti, non così brutti” quasi urlava, Tullio, a questo punto davvero terrorizzato.

Serena, obiettiva e pratica come sempre, lo osservò con attenzione, centimetro dopo centimetro; prima la schiena, poi le braccia, le gambe, il petto, la pancia. Poi emise il verdetto: "Guarda, Tullio, di nei ne hai sempre avuti tanti ma effettivamente ce ne sono un paio che non avevo mai visto, o almeno notato prima, e devo onestamente dire che non sono bellissimi. Sarà meglio andarsi a far vedere da Musso".

Così, diretta come sempre, a scanso di equivoci.

Si vestì con quel che capitava ma sempre elegante ovviamente e partì per l'ufficio. Il viaggio in macchina fu come al solito un turbinio di pensieri: l'attesa di una telefonata un tempo consueta e che non sarebbe mai più arrivata, il solito amico sindacalista per le informazioni reciproche sulle ultime uscite del Grande Stronzo, l'arrivo nel parcheggio blindato, neanche se fossero in attesa di un attacco terroristico o fosse imminente il furto del secolo... Spesso pensava che quelle tante centinaia di migliaia di euro spese per cancelli, tornelli, porte di sicurezza, vigilanza, badge, tesserini di riconoscimento, in realtà non fossero per difendersi dai ladri, ma per non lasciar scappare quelli già' penetrati, con tanto di contratti principeschi, all'interno.

Il Capo era arrivato tre anni prima ed a tutti era stato chiaro fin da subito il suo incommensurabile livello di arroganza e presunzione. Tullio non ricordava il particolare ma pochi giorni prima gli era stato fatto notare da alcune persone che durante la prima riunione con il personale impiegatizio e dirigenziale, in mensa, il Nuovo Presidente aveva pensato bene di mettersi a proprio agio sedendosi su un tavolo e poggiando le scarpe fatte a mano su una delle sedie dove il personale si sedeva ogni giorno a mangiare...

E dopo qualche mese di relativa democrazia e collaborazione, almeno con i suoi diretti riporti ("che brutta definizione, pensava Tullio, mi sa di cani che riportano la palla che è stata lanciata loro da padrone"), era iniziata la programmata distruzione della sede e dello stabilimento principale: assunzioni di "persone fidate,  la progressiva eliminazione di coloro che erano stati stretti collaboratori del precedente Presidente, grandi progetti di delocalizzazione, e via così in un crescendo da Cavalleria Rusticana.

E quella mattina, con la preoccupazione dei nei, gli toccava pure sentire quelle tante tonnellate di scemenze.

Ma la prima cosa da fare era telefonare al dermatologo, Musso appunto.

Ottimo, beccato al primo colpo con appuntamento, già l'indomani sera. Ancora 24 ore di sofferenza e poi tutto sarà' chiaro, sperava.

Gli davano fastidio, adesso. Prudevano.

Sembrava si muovessero. Sembravano agitati, in un certo senso.

Come se percepissero quel clima ostile, teso, la presenza di persone che gli avevano fatto del male, per mesi e mesi, tacendo le loro vere nature, mentendo, colpendo ogni giorno e poi pretendendo di curare le ferite, assassini di sogni.

Sembrava che capissero addirittura ancora di più, aumentando la loro piccola ma fastidiosa attività anche in presenza di persone apparentemente amiche, come fossero capaci di individuare la malvagità, la falsità, la menzogna, ben al di là delle capacità di Tullio, quelle naturalmente presenti in misura maggiore o minore in tutti gli uomini.

E lo facessero per difenderlo, spuntati quindi per uno scopo ben preciso e non offensivo, non mortale, almeno per lui, come invece aveva pensato all'inizio.

Si era sbagliato, forse.

Erano spuntati per difenderlo dagli altri, visto che non era in grado di riconoscere il bene dal male, a volte; ma forse era troppo dire così, diciamo che la fiducia nel prossimo, concessa naturalmente ed illimitatamente, non sempre era stata sempre ben riposta.

Naturalmente anche lui ci aveva messo del suo, innamorandosi perdutamente, oltre che di se stesso, dei giudizi di tanti, dell'essere definito "grande", insostituibile, da non lasciare mai... e così si era instupidito sempre di più: approfittava emotivamente di quello stato di grazia fittizio soprattutto nei confronti di chi era più vicino a lui e che avrebbe invece dovuto apprezzare e trattare con i guanti, si irritava facilmente, sentendosi quasi nel diritto di farlo, a volte anche con una punta di sadismo e non comprendendo che la vita è una ruota che gira ed anche le vittime prima o poi cercano altri carnefici e lasciano il boia con l'ascia in mano e lo sguardo idiota perso nel vuoto.

I nei. Tullio iniziava a capirlo: non sapeva perché, ma cominciava a fidarsi di loro.

Pensava che, se fosse stato davvero così, forse lo avrebbero aiutato ad aprirsi magari non di meno ma meglio agli altri, dando tutto, come era solito fare, ma solo per coloro che lo meritavano davvero e sinceramente.

E lo avrebbero avvisato dei pericoli, piccoli cani da guardia, invisibili e terribili.

Forse sarebbe stato meno "amato", ma almeno lo sarebbe stato per davvero.

E effettivamente una delle brutte storie che aveva vissuto (e che stava ancora vivendo in un tira e molla senza alcun senso) gli aveva ancora una volta insegnato che alla fine la cosa importante è fare le cose che si sentono giuste e guardarsi ogni sera allo specchio ritrovando di fronte una persona onesta e giusta, passionale anche se ferita, pulita per quanto si possa esserlo, anche se non priva di peccati.

E poter dormire nella convinzione primo di non aver fatto del male, secondo di avere anche fatto del bene, e non aspettare riconoscenza.

Lo squillo del telefono lo fece sobbalzare sulla poltrona della scrivania: era una delle sue più strette collaboratrici "ciao, sono Simona, come va?"

"Eccoli che adesso prudono da impazzire, e spingono, come se qualcosa all' interno volesse uscire, aggredirti, morderti" pensava Tullio. 

Fitte violente, dolorose.

"Wow, oggi ci sono tutti davvero! Deve essere una riunione importante, altro che una semplice business review" diceva tra sé e sé mentre prendeva posto sedendosi accanto al suo amico Benoit (un italiano nato in Belgio) e guardandosi intorno con divertita attenzione.

Tutte le volte che si trovava in situazioni del genere (e Dio solo sa quante ne aveva vissute) gli capitava di osservare attentamente i comportamenti dei partecipanti e vi riconosceva atteggiamenti assolutamente simili a quelli di molti animali: il pavone, il leoncino che aspira al posto del re della foresta, i conigli, gli avvoltoi, gli sciacalli, le civette, le mantidi religiose, le oche, i cani da guardia, i ghiri in letargo perenne e tanti altri.

E proprio per questa ragione da tanti anni aveva in mente di scrivere un libro che avrebbe dovuto intitolarsi: "Etologia dell'Impresa: i comportamenti animali all'interno delle Organizzazioni".

Ovviamente nella sala riunioni, già' piena di gente, il Principe non era ancora arrivato così come la sua leccapiedi, sempre arrampicata su tacchi vertiginosi e con la camicetta bianca aperta fino all'ombelico.

Se li immaginava entrare di lì a poco, lui maleducato come sempre, senza salutare nessuno e con la camicia rigorosamente fatta su misura ed aperta un bottone di troppo, una discreta dilatazione di stomaco, stravaccarsi sulla poltrona in testa al tavolo e lei, magra più del solito e reduce dall'ennesima sfuriata di pochi minuti prima.

Come previsto il Capo entrò senza ricambiare il saluto che la platea gli aveva rivolto, Tullio compreso, anche se di malavoglia.

Egli sentiva un gran movimento sotto la pelle, gli bruciava, faceva fatica a stare seduto.

Gli sembrava che la schiena, specie la parte alta tra le scapole, stesse brulicando di attività, come se uno sterminato esercito preparasse la battaglia, montando tende, affilando lame, rivedendo per l'ennesima volta le strategie di attacco. E l'accampamento fosse lui.

Lo show adesso iniziava.

Il Principe mandarino, particolarmente scuro in volto per chissà quale affare non andato a buon fine, vomitava cattiverie gratuite contro chiunque aprisse bocca: e gli stabilimenti questo mese non hanno prodotto, e la gente non fa un cazzo, e gli ordini non arrivano, non siete capaci a programmare, la qualità fa schifo, se continua così sposto tutto in Slovacchia, i costi sono fuori controllo. E la cosa più incredibile era che molti di quelli seduti attorno al tavolo, in particolare i "diretti riporti", annuivano come se da quella bocca sibilante non uscissero valanghe di puttanate astronomiche, ma nuovi comandamenti della Bibbia in aggiunta ai 10 classici.

La sua schiena bruciava, come se l'effetto di quelle parole avessero risuonato come corni di guerra, accelerando i preparativi dell'esercito, anticipato i tempi dell'attacco.

Da un po’ Tullio si era tolto il golf ed era rimasto in camicia; poi, indifeso di fronte al calore che proveniva dal suo dentro, si era sbottonato i polsini e tirato su le maniche fino al gomito, pur senza ricevere il sollievo che aveva sperato.

E lì vide il primo.

Sentì il neo più grosso, il primo di cui si era accorto il giorno prima, quello più grande ormai di un chicco di caffè, spostarsi dalla scapola e risalire la spalla. Scivolare sul deltoide e di lì muoversi rapido giù dal braccio. Arrivato al gomito Tullio lo vide chiaramente.

Era grande come una moneta da un euro, nero, spesso, e aveva delle zampette che lo facevano muovere con un'agilità e velocità sorprendente.

Tullio sobbalzò (ma per fortuna nessuno se ne accorse) e d'istinto lasciò andare il braccio molle verso terra, cercando di non perdere d'occhio quella cosa.

E questa, grata del movimento discreto di Tullio, continuava a scendere verso la mano: il gomito, l'avambraccio, il polso, il dorso della mano, adesso. Poi si fermò, indeciso sul da farsi.

Un interminabile minuto. Tullio era in apnea.

Ma l'esserino aveva già in mente cosa fare: scese deciso in direzione del dito medio ("intelligente e sarcastico", pensò Tullio) e con un piccolo "pof" ne uscì cadendo a terra.

Il tempo di orientarsi, tirò su quello che sembrava un muso, sembrò annusare attorno a sé come uno dei cani che Tullio aveva in casa, in cerca di prede e poi partì deciso sulla sinistra.

Tullio lo guardava con la coda dell'occhio ma era difficile seguirlo, tra tutte quelle gambe, i fili dei diversi computer portatili posati sul grande tavolo riunioni.

La bestiolina si stava dirigendo decisa verso il Capo e man mano che si avvicinava, miracolosamente schivando movimenti di scarpe, i tacchi vertiginosi della Principessa, le borse dei nuovi arrivati posate a terra, sembrava diventasse più aggressivo, peloso anche, di peli ispidi, duri, ad uncino. Si fermò un attimo proprio vicino alle sue scarpe e poi cominciò la risalita: primo passo, la cucitura preziosissima e rigorosamente fatta a mano della suola, la tomaia, il fiocchetto dei mocassini. Poi sparì alla vista, arrampicandosi sulle calze di seta, sotto i pantaloni gessati con il risvolto da 4 cm.

Tullio a quel punto recuperò la biro e si tirò su. Girò lo sguardo verso il Capo e lo vide improvvisamente prima infastidito dal prurito di qualcosa sulla gamba e poi impallidire, facendo una smorfia di dolore.

Cazzo, gli era entrato dentro. Tullio ne era certo; il piccolo bastardo aveva terminato l'arrampicata sulla seta, aveva scalato il ginocchio, si era fatto una tranquilla camminata sulle cosce, si era infilato sotto i boxer e lì aveva evidentemente trovato il terremo molle per entrare nel corpo nemico. E ci era entrato.

Il Capo, bianco in volto, si grattava la protuberanza, evidentemente dolorosa, vista la faccia che faceva. Si alzò dalla sedia, corse nel suo ufficio e ci si chiuse dentro.

Insomma, riunione finita e tutti a casa, vista l’ora tarda.

Ma, nonostante il viaggio in auto mettesse chilometri tra il Male e Tullio, i nei non smettevano di tormentarlo: anzi sembrava che si concentrassero tutti in un punto solo, che gonfiava progressivamente ed era ormai duro al tatto.

Arrivato a casa corse in bagno, e davanti allo specchio con furia si spogliò.

Erano diventati uno solo, grande come una palla da tennis, e faceva male: pulsava come se ci fosse qualcosa all’interno. Qualcosa che spingeva per uscire.

Aveva paura. Come mai prima.

E più lo guardava nello specchio e più lo vedeva crescere. Si allargava. Piano, ma si allargava. E spingeva. La punta di quella cosa circolare sembrava salire, creando una specie di cono.

La superficie nera si tendeva e gli sembrava di vederci un dito, dentro, con una lunga unghia. Cercava di uscire, ne era certo.

Cresceva, a vista d’occhio, adesso.

Gli copriva la spalla e sentiva il peso della bestia, dentro di sé.

La sentiva dimenarsi impazzita, lo costringeva a sbattere contro il lavabo, la porta finestra, il termosifone, a destra ed a sinistra, a destra ed a sinistra.

Non la controllava più: vedeva nello specchio una cosa informe gonfiarsi nella sua schiena. Ora ne intuiva una testa, la bocca enorme aprirsi, cercando di lacerare la sua pelle.

La sentiva gridare impazzita e lui gridava con lei. I

l dolore lancinante delle carni divelte, la paura folle di cosa gli avrebbe fatto.

Urlava.

Doveva difendersi. Vide nel beauty case un paio di forbici. Anche la lima per unghie di Serena. Non era molto, ma meglio delle mani nude.

Li prese entrambi e colpì, a caso, dietro di lui.

La bestia, ferita, urlava di dolore.

Ora non era il sangue di Tullio che schizzava ovunque, ma quello di lei.

Il neo, se così si fosse potuto chiamare quella cosa nera che gli copriva tutta la schiena, adesso si sarebbe stato completamente aperto lasciando uscire quell’essere e lui continuava a colpire e colpire e colpire.

Non vedeva più nulla, gli occhi ed il viso coperti di sangue.

Serena, spaventata dalle grida, corse su per le scale e facendosi coraggio entrò nel bagno. Prima di rendersi conto di ciò che stava succedendo, aprì la porta del balcone. Il suo intervento fu provvidenziale poiché la bestia in qualche modo capì che la sola speranza di sopravvivere era scappare, abbandonare quel corpo da cui era nata e di cui intendeva nutrirsi, liberarsi da quella furia, cercare scampo.

E saltò, schiantandosi al suolo con un rumore sordo, di ossa spezzate.

Tullio si guardò allo specchio senza riconoscersi. Sangue, carne, brandelli di pelle nera, squame, unghie. Rosso ovunque. Anche sua moglie ne era coperta, pur avendo passato in quel luogo non più di dieci secondi.

La sua mano tremava ancora, impugnando quelle piccole ma terribili armi.

La sua schiena, aperta come un’enorme ferita, sanguinava ma non gli sembrava di stare così male. Era soltanto la pelle ad essere stata strappata. Nessuna lesione interna.

Respirava adesso. Ricominciava a respirare.

Serena si era avvicinata e lo abbracciava. Gli tolse le forbici e la lima dalle mani posandole sul lavabo e lo abbracciò.

Lo sentiva tremare, sussultare, ancora terrorizzato da quella terribile avventura. Non le importava del sangue, dell’odore di carne lacerata; riaveva il suo uomo che fino a pochi momenti prima aveva pensato di perdere, ucciso senza avere colpe, scelto tra milioni di persone come in un gioco senza senso alcuno, protagonista involontario di un evento inconcepibile.

In cortile, attorno al corpo inanimato della bestia, si aggiravano i loro cani.

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