La obsesión por mejorar nos está destrozando (y ni siquiera lo vemos)

La obsesión por mejorar nos está destrozando (y ni siquiera lo vemos)

Siempre hemos querido ser mejores, más sabios, más fuertes, más todo… El deseo de superación está escrito en nuestro ADN.
13 April 2025

Y aunque cierto nivel de inquietud es necesario para alimentar nuestra vitalidad, en algún momento durante las últimas décadas, la idea de “ser mejor” se convirtió en un mandato. Dejó de bastar con vivir, había que optimizarse. Ser una versión mejorada de uno mismo. Como si nuestra existencia fuese un software que necesita constantes actualizaciones para seguir funcionando o seguir siendo valiosa.

Pero, ¿y si nos estuviéramos pasando de frenada? ¿Y si esa obsesión por mejorar con énfasis en la superación personal nos estuviera haciendo más daño que bien?

La trampa de convertirnos en un eterno work in progress

El problema no es querer mejorar. El problema es la sensación de que nunca es suficiente. Que siempre hay algo más que deberíamos estar haciendo, algún nuevo hábito que incorporar, algún fallo que corregir, alguna debilidad por borrar.

Nos vendieron la idea de que la vida es un eterno work in progress, pero no nos avisaron de que esa sensación de “incompletitud” podía convertirse en una condena. Porque, ¿qué ocurre cuando la promesa de un futuro mejor se convierte en la razón por la que no podemos disfrutar del presente?

El psicoanalista Adam Phillips cree que nos obsesionamos tanto con lo que queremos ser que no aceptamos – o incluso rechazamos – lo que somos. “No podemos imaginar nuestra vida sin el deseo de mejorarla, sin los mitos del progreso que nos informan sobre lo que hacemos y lo que queremos, por lo que no solemos pensar en nosotros mismos como personas que desean ser lo que ya somos”, escribió.

Creemos que alcanzar ese futuro «yo ideal» es la única forma de justificar nuestra existencia, pero generalmente ese futuro nunca llega porque cuando lo hace, trae consigo nuevas exigencias, nuevos estándares, nuevas formas de sentirnos insuficientes.

“Ya lo llamemos ambición, aspiración o simplemente deseo, lo que queremos y lo que deseamos ser es nuestra principal preocupación, pero siempre está situada en el futuro, como si lo que podría ser — una vida mejor o la mejor versión de nosotros mismos — nos sedujera. Como si el futuro mejor fuera lo que hace que valga la pena vivir nuestras vidas; como si la esperanza fuera lo que más deseamos”, escribió Phillips.

En esa misma línea de pensamiento, Alan Watts afirmaba con mayor contundencia que “si la felicidad siempre depende de algo que esperas en el futuro, estarás persiguiendo una utopía que siempre se te escapará, hasta que el futuro, y tú mismo, desaparezcan en el abismo de la muerte”.

La sensación de que nunca es suficiente

En esos casos, “la superación personal puede ser un autosabotaje […] Una distracción, un refugio de la propia visión personal”, según Phillips. O sea, nos quedamos atrapados buscando continuamente lo que podría ser, sin llegar a apreciar lo que ya es y lo que somos. Eso nos condena a un bucle de insatisfacción vital permanente.

Y esa insatisfacción se filtra en todos los aspectos de la vida. Nos cuesta disfrutar los logros porque inmediatamente pensamos en el siguiente objetivo. Nos volvemos incapaces de descansar sin sentir culpa, porque percibimos ese descanso como una pausa innecesaria en la escalada infinita hacia la mejor versión de nosotros mismos. Así confundimos la autocompasión con pereza y la serenidad con la falta de ambición.

Kurt Vonnegut lo resumió con una verdad incómoda: “no hay mayor enemigo de la felicidad que la sensación de no ser suficiente”.

Vivimos en una época donde la autoexigencia se disfraza de virtud. Creemos que nuestro valor depende de lo mucho que trabajemos en nosotros mismos – de lo productivos que seamos, incluso en la esfera emocional. Como si tuviéramos que hacer méritos para merecer vivir.

En la sociedad neoliberal del rendimiento, las negatividades, tales como las obligaciones, las prohibiciones o los castigos, dejan paso a positividades tales como la motivación, la auto optimización o la autorrealización. Los espacios disciplinarios son sustituidos por zonas de bienestar”, notaba Byung-Chul Han.

El problema de este paradigma es que nos deja exhaustos emocionalmente. La fatiga mental de la constante autoevaluación nos convierte en jueces implacables de nuestra propia vida. Cada día es una prueba de rendimiento y cada defecto, una deuda pendiente con nuestra identidad futura. Así corremos el riesgo de que se nos escape la vida entre listas de mejoras, en la búsqueda incansable de un “yo” que parece nunca ser suficiente.

Sin embargo, ¿no sería liberador soltar ese peso, al menos por un rato? Aceptar que mejorar no significa siempre hacer más, sino a veces solo y simplemente permitirse ser. Que no hace falta llenar cada vacío o reparar cada supuesta grieta, que el deseo de superación puede convertirse en una trampa sin salida. Que estar vivos ya es razón suficiente para sentirnos felices y satisfechos.

Crecer y evolucionar desde la aceptación

La clave no está en rechazar el deseo de mejorar. Todos somos realmente un work in progress. Nuestro “yo” cambia continuamente. La clave radica en encontrar un equilibrio sin obsesionarnos con el crecimiento personal porque vivir con una sensación de deficiencia perpetua limita nuestras potencialidades y petrifica el disfrute.

Podemos aspirar a ser mejores sin despreciar lo que ya somos.

¿Cómo? Primero, aceptando que la imperfección es parte de la condición humana. Segundo, reconociendo que el crecimiento no siempre es lineal ni cuantificable. Y tercero, dándonos permiso para disfrutar el presente sin la presión constante de convertirnos en una versión superior de nosotros mismos.

Quizá el verdadero crecimiento personal no radica en correr hacia adelante sin descanso buscando siempre alguna cualidad por perfeccionar, sino en aprender a estar en el lugar donde ya estamos. Y hacer las paces con ello.

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