Contra la ideología emocional

Contra la ideología emocional

Tras la industria de la pseudofilosofía y el ‘coaching’ se esconden las principales (y verdaderas) causas de nuestro malestar: las prisas, la adicción a las pantallas, la eterna dilación de nuestras expectativas o la precariedad.
23 May 2023

En la actual cultura de los consejos dulzones y melosos («sé la mejor versión de ti» o «si sonríes el mundo te sonreirá»), las máximas motivacionales pseudoestoicas («la clave es adaptarse al cambio») y los cursos de crecimiento personal («las crisis son una oportunidad para superarse»), nos han acostumbrado a tener que dar respuesta continua y funcional a los malestares de nuestro tiempo. Todo se cifra en la permanente –y dañina, por no decir perversa e impuesta– acomodación y aclimatación a las condiciones dadas, sin cuestionar cuál es su origen, cómo han llegado a establecerse o a qué intereses responden.

En un artículo de 2021 en The New York Times, los psicólogos sociales Jonathan Haidt y Jean M. Twenge pusieron sobre la mesa varios datos escalofriantes. Las crecientes tasas de ansiedad, depresión y sentimiento subjetivo de soledad en las generaciones más jóvenes no se deben unívocamente al impacto de la pandemia. Desde el año 2012, estos investigadores detectaron que los índices de ideación suicida y los intentos de suicidio, así como los suicidios efectivos, aumentaron drásticamente, sobre todo en niñas preadolescentes, con un incremento del 50% desde el mencionado año. En general, en el periodo 2012-2019 las tasas de depresión entre adolescentes casi se habían duplicado.

Vayamos a las cifras sin ánimo de escandalizar, sino de conocer la realidad. Según datos de la Fundación ANAR, organización que ayuda a niños, niñas y adolescentes en situaciones de riesgo o desamparo, en 2021 atendió más de 250.000 peticiones de ayuda sólo en España, entre las cuales 4.542 se debieron a ideación suicida, autolesiones o intentos de suicidio. El Instituto Nacional de Estadística (INE) señala 4.003 muertes por suicidio en 2021, con un incremento del 1,6% respecto a 2020. Los datos de los que disponemos actualmente indican que en el primer semestre de 2022 se dio un incremento del 5,1% en suicidios respecto al mismo periodo de 2021, con una cifra que asciende a las 2.015 personas.

«Comentarios tan usuales como «no encuentro sentido a mi vida» muestran signos de una incipiente distimia o anhedonia que estamos normalizando»

A riesgo de que las cifras no representen más que números, nada más que fría estadística embozada de falsa concienciación, debemos ir a las causas y, sobre todo, al planteamiento de posibles soluciones. En primer lugar, y sin entrar ahora en cómo debería estructurarse, urge la conformación de un plan nacional de prevención del suicidio, la ideación suicida y las conductas autolesivas. Quienes trabajamos a diario en centros educativos (más aún desde el prisma de la orientación o desde puestos de tutoría o dirección) observamos, impotentes, cómo el número de niños, adolescentes y jóvenes que padecen sufrimiento psíquico aumenta a un ritmo escandaloso, lo que suele traducirse en trastornos emocionales y de la conducta de muy diverso calado que en numerosas ocasiones perduran durante largo tiempo o incluso se hacen crónicos (por no haber sido detectados o atajados convenientemente).

Pero también como adultos, en nuestros círculos de proximidad, tenemos experiencia de compañeros, amigos, familiares o allegados que, sin haber sido nunca diagnosticados ni tratados por un psicólogo o un psiquiatra, muestran sintomatología afín al espectro depresivo. Comentarios tan usuales y recurrentes como «llevo una temporada sin ganas de levantarme de la cama, aunque aparentemente todo me va bien» o «no encuentro sentido a mi vida» muestran signos de incipiente distimia o anhedonia que –y esto es lo más preocupante– estamos normalizando o que incluso hemos institucionalizado: nuestro vivir cotidiano requiere una dosis de sufrimiento constante, continuado y lo suficientemente soportable con el que debemos contar; no sólo lo hemos normalizado, sino que, más aún, se ha normativizado silenciosamente.

Sabemos muy bien que el servicio –público y privado– de salud mental está colapsado. En colegios e institutos, tanto profesorado como tutores y orientadores no damos abasto para poder atender las demandas (todas justas e impostergables) de nuestros estudiantes. Los hospitales de día y las urgencias psiquiátricas se desbordan por el alto número de usuarios y pacientes a los que deben dar cobertura, y en la atención médica primaria la guadaña del tiempo siempre planea amenazante. Y entonces, desde instancias gubernamentales y desde la industria de la autoayuda, se apela a las palabras que parecen salvarlo todo: resiliencia y empatía

Por todas partes nos ofrecen cursos para desarrollar esa potencia que, al parecer, debemos contar entre nuestras cualidades congénitas: «sé resiliente» es el mantra de nuestro tiempo, potencia tu crecimiento socioemocional, aumenta tu aprendizaje afectivo y aprende a gestionar tus emociones, fomenta la autocompasión, enseña a tus alumnos educación emocional y, por supuesto, «sé empático», hazte uno con el dolor y el sufrimiento del otro.

«Hace falta más beligerancia social e individual para abordar problemas cuya envergadura sobrepasa la esfera de la mera gestión emocional de los sujetos»

Ahora bien, tras todo este medido aparataje, tan embaucador como melifluo, disfrazado de habilidades emocionales («el dolor es una oportunidad para crecer»), pseudofilosofía («encuentra lugar para tu sufrimiento, como sostenía Viktor Frankl») y coaching («el éxito es mantener una imagen de éxito» o «no hay nada imposible») se esconde toda una maquinaria manipuladora que no deja ver las causas de nuestros malestares contemporáneos: las prisas, la adicción a las pantallas, la perpetua dilación de las expectativas, la precariedad, la angustia por estar a la altura de las exigencias sociales de éxito y progreso y un larguísimo etcétera que queda sumergido bajo una máxima: «hay que adaptarse».

No cabe duda de que la capacidad de adaptación, la empatía y la resiliencia son cualidades valiosas en una vida funcional. Sin embargo, entregar nuestro bienestar al exclusivo desarrollo de estas estrategias, como si fueran a salvarnos de las fauces de los ritmos de nuestro tiempo (como si de nuevas religiones laicas se tratara), supone relegar nuestra capacidad para cuestionar las estructuras que permiten el surgimiento de emociones netamente depresivas o de conductas autolesivas e incluso suicidas. Los especialistas de salud mental se muestran tajantes en este asunto: no es necesario padecer ningún trastorno mental para pensar que la muerte es la única salida a nuestros problemas. Se dan suicidios y conductas autolesivas en personas perfectamente sanas en términos psicológicos. Esta es la auténtica tragedia de nuestra época: podemos vernos (y sentirnos) arrinconados estando perfectamente sanos. Y lo único que debemos hacer, nos dicen, es «gestionar nuestras emociones»: nada marcha mal ahí fuera, todo lo que está por arreglar pertenece a la esfera privada del sujeto. Es él quien debe arreglarse consigo mismo y con el mundo. 

No podemos permitir que nuestra única respuesta sea pasiva; es decir, esperar a que llegue el drama biográfico para poder actuar. Mientras este sea el patrón, el de apagar fuegos, esas cifras –que tan a menudo nos resultan ajenas e inabordables, cuando no indiferentes– de trastornos mentales y de conductas autolesivas y suicidas seguirán en preocupante aumento. En lugar de dejarnos aleccionar y seducir por estas técnicas disciplinarias emocionales, debemos emplear nuestras herramientas intelectuales e institucionales para poder poner freno a las causas de todas estas sintomatologías, que son profundamente sistémicas.

Hace falta más beligerancia social e individual para abordar problemas cuya envergadura sobrepasa la esfera de la mera gestión emocional de los sujetos. Más compromiso. Más libertad entendida como autonomía frente a las circunstancias. Mayor conciencia de los retos de nuestro tiempo. No necesitamos «viajes interiores» proporcionados por el mindfulness o el coaching emocional; cuando los problemas siguen ahí fuera, lo único que cambia es la manera en que afectan a los individuos. Sólo se modifica la forma en que el sufrimiento se manifiesta. Y en esto nos han hecho expertos: en resistir (aunque nos sintamos avasallados, sin fuerzas ni ánimo) las formas cambiantes del sufrimiento, que por novedosas nos resultan incluso atractivas. Y si no, siempre podremos acudir a nuestro coach de confianza en busca de un buen consejo para gestionar nuestras emociones… Ha llegado el momento de actuar y preguntarse: ¿qué –y a qué precio– debemos resistir?

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