¿Puede una sociedad envejecida ser competitiva?
¿Puede una sociedad envejecida ser competitiva?
A finales del siglo pasado la revolución de las tecnologías de la información y de las comunicaciones trajo la desagregación de la producción mundial en cadenas de valor: los países dejaron de producir bienes íntegros para especializarse en eslabones específicos del proceso productivo. Al mismo tiempo, la deslocalización de muchas actividades manufactureras hizo ver a los trabajadores industriales en países desarrollados que ya no estaban protegidos.
El siglo XXI trajo una nueva potencia industrial, China –que pasó a generar un cuarto de la producción mundial en apenas 15 años–, y una nueva revolución tecnológica, la de la robótica y la inteligencia artificial, que hará que la nueva globalización alcance de lleno a las actividades de servicios. Ni médicos, ni juristas, ni economistas, ni taxistas, ni camioneros ni peluqueros: nadie quedará a salvo de la posibilidad de que la tecnología sustituya muchas de sus tareas. Igual que los trabajadores industriales tuvieron que reinventarse laboralmente, ahora también deberán hacerlo los trabajadores del sector servicios. Pero nos pilla muy mayores: es más fácil reconvertirse a los 30 años que a los 50. ¿Podrá una sociedad de servicios envejecida como la europea enfrentarse a los desafíos del cambio tecnológico?
Este será uno de los debates que se plantearán durante el XII Congreso Notarial Español, que tendrá lugar en Málaga el 19 y 20 de mayo de 2022 y estará dedicado al desafío del envejecimiento de la sociedad. El congreso tendrá un lógico trasfondo jurídico, pero adoptará un enfoque multidisciplinar centrado en tres bloques de discusión: el respeto a la dignidad en relación con la protección de la vulnerabilidad y los dos aspectos fundamentales de la previsión de la vida centenaria: el individual y el sociopolítico.
En este último ámbito se enmarca el debate sobre la sostenibilidad de una sociedad de servicios envejecida. Muchos alegan, con razón, que la robótica y la inteligencia artificial no supondrán una pérdida neta de empleo, porque surgirán nuevas profesiones que aún no podemos imaginar. Pero hay factores diferenciales que no invitan al optimismo: primero, el ritmo de destrucción de empleos podría ser muy superior al de creación de nuevos, lo que haría la transición socialmente muy costosa; segundo, la tecnología nos ha cambiado la vida, pero sin reflejarse en las estadísticas de productividad; tercero, un mercado laboral precarizado es caldo de cultivo para opciones políticas irresponsables contrarias al avance tecnológico; y cuarto, si ni siquiera el sector servicios queda protegido de la competencia, tal vez no haya ganadores suficientes para compensar a los perdedores.
Un mundo cambiante requiere ciudadanos en permanente reconversión. La ciencia ha demostrado que la plasticidad del cerebro se mantiene intacta hasta edades muy avanzadas y que, con unas mínimas habilidades lingüísticas, matemáticas y tecnológicas, la capacidad de aprender nunca desaparece. Por eso los gobiernos deben promover políticas activas que protejan a sus ciudadanos (más que a sus empleos), fomentando actividades competitivas de alto valor añadido (industriales o de servicios) y facilitando la formación permanente tanto de jóvenes como de adultos, involucrando en la tarea a las empresas. Y enmarcarlas en un contexto europeo, pues el reto de la competitividad ya no se plantea a nivel de Estado-nación ni de empresas nacionales, sino continental.
Solo con una sociedad más formada y dinámica en una Europa ambiciosa y preocupada por sus ciudadanos mayores conseguiremos que esta nueva revolución suponga una auténtica oportunidad.