¿Hacia una nueva ética del trabajo?

¿Hacia una nueva ética del trabajo?

El futuro del trabajo está caracterizado por las nuevas tecnologías y la robótica pero, sobre todo, por la posibilidad, cada vez más palpable, de poder dedicar menos horas de nuestras vidas a las tareas productivas. ¿Podremos, por fin, disfrutar del simple hecho de vivir?
16 Octubre 2021

El trabajo es una parte indiscutible de nuestras vidas, pero no de forma exclusiva: es también esencial en la existencia de otros seres vivos como animales, plantas o incluso organismos unicelulares. Vivir implica, necesariamente, realizar diferentes labores que aseguren la subsistencia y, a la vez, faciliten un modo de estar en el mundo diferenciado en la naturaleza de cada propio ser.

Los seres humanos no somos indiferentes a ese proceso que nos permite construir la civilización. Sin embargo, la discusión acerca del papel que representa el trabajo en nuestros días no es nuevo: desde la antigüedad hasta las modernas ciencias sociales, se ha analizado la manera de aunar el ocio, la participación en los asuntos públicos y el descanso con la actividad laboral. ¿Proporcionarán los nuevos desafíos ambientales –y el acelerado desarrollo de las tecnologías computacionales y la robótica– un futuro con trabajos menos arduos y mayor tiempo para los asuntos propios y colectivos?

Una época de cambio (también laboral)

Una de las principales consecuencias que –en la opinión de la mayoría de expertos– deberá ir de la mano de cualquier cambio en la economía es la reforma del mercado de trabajo. La necesidad de reducir el uso de determinados materiales, como el plástico y otros derivados del petróleo, el abandono progresivo del uso de combustibles fósiles y las consecuencias de una mayor demanda de energía van a obligar a cambiar la implicación de los trabajadores en su actividad laboral: no hará falta invertir tantas horas de trabajo diarias, ni una presencia de tantos días en el puesto de trabajo, para mantener –o incluso aumentar– el rendimiento y la productividad.

El empleado ha pasado de ser un elemento especializado dentro de una cadena productiva a adquirir un papel cada vez más transversal

En esta línea se dirigen las propuestas como la reducción de la jornada laboral a un total de cuatro días. De hecho, tras las aparentes conclusiones de éxito de estas propuestas en países como Islandia, algunas empresas y Estados ya han comenzado a trazar sus planes para ir aplicando esta nueva medida por sectores. Una estrategia que, para que no implique un deterioro en la calidad de vida de los ciudadanos, necesita ir acompasada desde el primer momento por una legislación que impida reducciones salariales que debiliten no sólo la economía individual y familiar, sino la común, con una consiguiente reducción drástica de impuestos que debilitarían los Estados del bienestar, todavía vigentes e imprescindibles para garantizar un nivel de vida adecuado para todos los estratos sociales.

Uno de los factores esenciales en esta nueva organización laboral es el papel del trabajador, el cual ha estado transformándose ya durante las últimas décadas. El empleado, hoy, ha pasado de ser un elemento especializado dentro de una cadena productiva –sea este un funcionario, un obrero o un oficinista– a adquirir un papel cada vez más transversal en el ambiente de la empresa pública y privada. Y si bien en el contexto laboral de nuestros días todavía resulta residual encontrar empresas que ofrezcan esta clase de incentivos, todo apunta a que se van a ir haciendo más comunes, al menos entre los puestos de mayor carga intelectual y responsabilidad.

El confinamiento de la actividad laboral en el hogar puede suponer problemas como la ruptura de la diferenciación entre el trabajo y el ocio

A ello ha de sumarse que, junto con la trágica llegada de la pandemia, ha aterrizado también el teletrabajo, odiado y deseado a partes iguales. Tras milenios donde la actividad laboral se ha fraguado habitualmente fuera del hogar, sorteando epidemias, guerras y penurias de toda clase, podemos llegar a sopesar como un pequeño lujo el hecho de poder trabajar desde nuestras casas. No obstante, el confinamiento de la actividad laboral en el hogar puede suponer problemas como la ruptura de la imprescindible diferenciación entre el tiempo de trabajo y el de ocio y el aumento de la tensión en la convivencia de las familias (y vecinos). Incluso es posible llegar a sufrir ciertos abusos por parte de los empleadores, que pueden ahorrar recursos estratégicos como el consumo eléctrico y el mantenimiento de instalaciones y, sin embargo, cargárselos a sus empleados a cambio de trabajar desde casa; de nuevo, se hace imperioso una contundente reforma laboral que proteja y garantice los derechos de los trabajadores.

Por otra parte, las dificultades de inclusión de los jóvenes en puestos de trabajo que les proporcionen salarios de calidad no sólo están anquilosando la economía, que depende inexorablemente del nivel de acceso a los mercados por parte de la ciudadanía, sino que compromete futuras readaptaciones de la producción. Si no son los jóvenes quienes reciclen sus habilidades, amplíen su formación y sean recompensados con una masa salarial que les permita contribuir al bien común, ¿quiénes lo harán? La propuesta de retrasar la edad de jubilación suma, además, riesgos innecesarios en la salud de personas que en multitud de ocasiones llevan trabajando desde la adolescencia, pues proceden de una época en la que el acceso al mundo laboral era bastante más temprano que en la actualidad y en la que, además, los medios para seguir estudiando, en la mayoría de situaciones, eran particularmente escasos. Aparte de la discusión ética sobre tales medidas, es lógico imaginar que, si el futuro ha de pertenecer a las siguientes generaciones, son éstas quienes deben tomar su timón en todos los aspectos de la sociedad cuando llega su momento.

Del ‘animal laborans’ al ‘homo faber’

¿Seguiremos siendo animales trabajadores o evolucionará la concepción del trabajo hacia formas que nos permitan disfrutar del simple hecho de vivir?

La pregunta que subyace a este panorama de remodelación de las relaciones laborales es qué rol jugaremos en ellas y en la sociedad que definan. ¿Seguiremos siendo animales trabajadores, condenados a unas actividades que nos desvían de la contemplación y del ocio, como sugiere Aristóteles en Metafísica, o evolucionará la concepción del trabajo hacia formas que nos permitan mayor tiempo para cuidar –y ser cuidados– y disfrutar del simple hecho de vivir?

Si bien las expectativas generadas en un cambio de modelo productivo y económico –así como en la robotización– alientan la esperanza en una nueva forma de redistribución de la riqueza, lo cierto es que la intervención humana en la fuerza de trabajo sigue siendo indispensable, y previsiblemente lo seguirá siendo. Sólo mediante los frutos de un diálogo ilustrado entre intelectuales, científicos, políticos, empresarios y trabajadores se podrá trazar un mundo del mañana donde, además de trabajar, dispongamos del tiempo y de la suficiente serenidad mental para ocuparnos de los asuntos de la polis, que ahora ya no es sólo ciudad y territorio: también es conciencia, fraternidad y humanidad.

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