Si ya envías correos electrónicos como robot, ¿por qué no automatizar el proceso?

Si ya envías correos electrónicos como robot, ¿por qué no automatizar el proceso?

En 1996, Microsoft presentó Clippit, mejor conocido como Clippy, a los usuarios de Microsoft Office. Más de veinte años después, los descendientes de Clippy se están escondiendo en todas partes.
20 Noviembre 2018

La legendariamente molesta mascota-ayudante pasó los siguientes años apareciendo en los bordes de los documentos, parpadeando como tonta bajo sus cejas lascivas y escribiendo mensajes como: “Parece que estás escribiendo una carta”, hasta que la empresa lo eliminó en 2001, al reconocer oficialmente que fue un error. Los problemas de Clippy eran muchos: anunciaba su presencia a través de un avatar personificado para decirnos algo que ya sabíamos (o que debió haber sido evidente desde el principio) y después orgullosamente nos ofrecía pocas opciones para ayudar de verdad. Se sentaba, nos veía y no aprendía nada; además repetía siempre lo mismo. Decía demasiado y hacía muy poco.

Sin embargo, más de veinte años después, los descendientes de Clippy se están escondiendo en todas partes, adivinando qué intentamos hacer y ofreciendo ayuda. No obstante, sus sucesores están haciendo lo mejor que pueden para evitar los errores de Clippy. La mayoría no tiene rostro y, si hablan, lo hacen sin mostrarse y con una voz casi humana. Tienden a esperar a que les pidamos ayuda, en vez de decirnos lo que piensan sin que nadie les pregunte. Además, cuando sí ofrecen su ayuda, tienden a ser más sutiles, más precisos o ambos. Quizá tienen más cosas en común con los colegas más discretos de Clippy, como los correctores de ortografía y gramática, o el autocorrector, que se comunican a través de líneas rojas bajo las palabras o pequeñas acciones llevadas a cabo según suposiciones razonables (¿quién escribiría “bevé” a propósito?). Esas herramientas nos han seguido a nosotros y a nuestros torpes dedos hasta nuestros nuevos celulares, donde se han vuelto más asertivas y más útiles, pues nos corrigen y solo de vez en cuando necesitan que las corrijamos a ellas; además, se la pasan aprendiendo de todo esto.

¿Con qué nos quiere ayudar ahora la industria de la tecnología? Con los correos electrónicos. Si usas Gmail, quizá hayas interactuado con Respuesta Inteligente (Smart Reply) o Redacción Inteligente (Smart Compose), aunque no los conozcas por su nombre. Google introdujo Respuesta Inteligente en 2015, y Redacción Inteligente comenzó a darse a conocer este año. En su ejecución, ambos son claros. Respuesta Inteligente sugiere frases preestablecidas para responder correos, con base en lo que, según la empresa, es más probable que el usuario esté a punto de escribir. Las sugerencias son breves, alegres y a menudo adecuadas, por lo menos para empezar. A veces su tono provoca que nos demos cuenta con tristeza de lo que Gmail ve en nosotros. La frecuencia con que usan los signos de exclamación enfatiza lo peculiar que se ha vuelto el lenguaje en la comunicación profesional por correo electrónico (“¡Suena genial!”, “¡Muy bien!”, “¡Me encanta!”). Redacción Inteligente, en contraste, ofrece sugerencias de palabras y frases, a partir de juicios similares, mientras el usuario escribe en tiempo real. Si escribes “Échale un vistazo”, podría aparecer un texto de la nada a su derecha: “Y dime qué piensas”. Sus suposiciones son más personalizadas y resultan así porque está adivinando constante y visiblemente qué estás pensando.

Redacción Inteligente y Respuesta Inteligente son, en esencia, tecnologías de inteligencia artificial: están programadas para realizar tareas, pero también para adaptarse. Para empezar, Respuesta Inteligente fue entrenada con textos públicamente disponibles de correos electrónicos. (Entre los más usados para ese tipo de proyectos se encuentra la memoria de casi quinientos mil correos recolectados durante la fase de descubrimiento de la investigación de Enron). “Lo que distingue al aprendizaje automático de la programación tradicional es que das seguimiento a colecciones de datos para suponer cosas”, dice Paul Lambert, gestor de Producto de Google. “Creas un modelo”.

En cuanto el modelo quedó capacitado para lidiar con algunas de las idiosincrasias más evidentes de las comunicaciones por correo electrónico —avisos corporativos y frases como “Enviado desde Outlook”— Google comenzó a entrenarlo a partir de textos anónimos de usuarios reales de Gmail. Las frases que aparecen con la frecuencia suficiente son consideradas para incluirlas en Respuesta Inteligente. Esto también requiere sus ajustes. Los primeros usuarios que probaron la herramienta informaron haber visto la frase “Te amo” como sugerencia para responder a correos laborales.

Armado con su catálogo de frases —actualmente más de veinte mil, de acuerdo con la empresa—, el modelo puede empezar a incorporar pistas más contextuales: ¿cuál era el título del correo electrónico? ¿Se está preguntando algo en el correo? ¿Se está expresando un sentimiento feliz o se ofrecen condolencias? Las frases se califican con base en su utilidad —básicamente, cuánto nos ahorran al teclear— así como la seguridad de la inteligencia artificial en la predicción.

Ambas funciones después toman en cuenta cómo las usa la gente. Si sugiere terminar una frase de cierta manera, por ejemplo, y bastantes usuarios la eligen, esa será la que aparezca con más probabilidad en el futuro. Si una respuesta preestablecida jamás se utiliza, es señal de que debe ser eliminada; si se usa con frecuencia, aparecerá más a menudo. En teoría, esto podría crear bucles de retroalimentación: las frases comunes se vuelven más comunes conforme se ofrecen a los usuarios, y ganan una suerte de elección para saber cuál es la mejor manera de decir “OK” con verbosidad amable, e incluso entrenando a los usuarios a que las usen en otros mensajes, al estilo de la inteligencia artificial. Una dinámica como esa se arraigaría solo donde un comportamiento ya esté significativamente automatizado, tecleada, en el trabajo, más como una actividad aprendida y no como una expresión de voluntad, o incluso una idea. Redacción Inteligente tiene éxito, en otras palabras, al aislar las maneras en que ya hemos sido programados —por el trabajo, por la convención social, por las herramientas de comunicación— para después despojarnos de ellas.

Usar estas funciones es un poco como entrenar a una máquina que intenta aprender cómo realizar la actividad a la que te dedicas. Aunque sea parte del trabajo que desearías no tener que hacer, aún plantea ideas desagradables sobre el remplazo, o, si no son de remplazo, entonces de algo cercano a eso. No es remotamente improbable que, en el futuro próximo, una cantidad tremenda de comunicaciones se maneje en conjunto mediante la inteligencia artificial.

Sin embargo, los cambios drásticos y constantes en la comunicación laboral —desde hablar y escribir hasta los teléfonos, la impresión, el correo electrónico y la mensajería instantánea— no relatan una historia de eficiencia aumentada o de una disminución en la carga de trabajo, aunque representen un progreso. Un porcentaje no definido pero innegable de los correos laborales ya equivale a la automatización humana: una forma perturbadora de comunicación en la que los lugares comunes no se evitan, sino que se reconocen por su utilidad; donde un tono de entusiasmo amable se lleva a su extremo exclamatorio para acabar con cualquier ambivalencia que puedas tener sobre “Me comunico más tarde”. Uno puede visualizar en el futuro próximo cadenas con cientos de correos entre colegas que se originan en un solo punto de inicio humano, compuestas enteramente de respuestas automatizadas.

Dependiendo de la apariencia actual de tu buzón de entrada, quizá esto no requiera mucha imaginación. Un estudio realizado en 2016 por investigadores en la Escuela Sprott de Negocios de la Universidad de Carleton en Canadá intentó entender el papel que el correo electrónico había comenzado a desempeñar en la oficina moderna. Les hicieron una encuesta a “miembros de la generación del baby boom o de la generación X con altos niveles académicos” que en su mayor parte eran “gerentes o profesionistas” que trabajan en oficinas y hallaron que en promedio pasan un tercio de sus semanas laborales “procesando” correos electrónicos. Sin importar sus títulos, son en gran medida, como muchos oficinistas, usuarios profesionales del correo electrónico. Aunque sus papeles sean altamente especializados en otros aspectos, en este rasgo significativo no lo son. Son sus propios asistentes.

En 1930, John Maynard Keynes escribió que, gracias a las nuevas formas de eficiencia, los empleados del futuro podían esperar “turnos de tres horas o una semana laboral de quince horas”. Supuso que esto sucedería en cuestión de un siglo. La automatización y la abundancia que produjo en efecto ha provocado incontables cambios económicos, pero no negó ni remplazó todo el orden. Cuando le pidieron evidencia del éxito de su herramienta más reciente, Google dice que Redacción Inteligente ya “está ahorrándole a la gente mil millones de caracteres al teclear cada semana”. Esta estadística apoya la mitad de lo que habría predicho Keynes al inicio de la comunicación automatizada —la abundancia y el exceso—, pero la otra mitad es reveladoramente silenciosa, la misma mitad que no pudo ver bien la primera vez. La automatización puede liberarnos solo hasta el punto en que siga perteneciéndonos. Solo un resultado es seguro sobre los correos automatizados: generarán más de ellos.

¿Qué opinas de este artículo?