Dios los cría, ¿ellos se juntan?

Dios los cría, ¿ellos se juntan?

La teoría del capital social de Pierre Bourdieu invita a reflexionar sobre los ‘otros’ privilegios sociales, como el valor de las redes de contactos y conexiones que se desarrollan por en qué familia se ha nacido.
4 Junio 2023

El principio de capital social del sociólogo Pierre Bourdieu es un concepto que permite comprender muchos fenómenos y privilegios sociales que no se sustentan exclusivamente en el hecho económico o la acumulación de capital financiero. El capital social mide la colaboración entre diferentes grupos humanos y el aprovechamiento individual de estas formas de asociación. Este capital se sustenta en cuatro fuentes: el afecto, la confianza mutua, las normas eficientes y las redes sociales (no necesariamente digitales, como el lector deducirá). Estas formas de relación entre individuos son esenciales para el éxito o fracaso de la carrera de toda persona.

Hay que entender que las relaciones entre personas son fundamentales para comprender tanto el funcionamiento de una sociedad, como sus valores, ideologías y percepción de la realidad que tienen los integrantes de la misma. Las relaciones humanas, y en particular medida las económicas, han de estabilizarse y canalizarse de tal modo que permitan cristalizar una cosmovisión y una forma de entender e interpretar la realidad. Nuestra imagen del mundo es fruto de estas relaciones, pues ellas son quienes establecen cómo debemos conducirnos y valorar los hechos.

En este sentido, por otro lado, estas relaciones establecen unas canalizaciones y redes muy concretas a las que uno ha de acceder si quiere tener éxito social y económico. Naturalmente, es difícil para alguien ajeno a dichas estructuras relacionales acceder a las mismas y a los privilegios que proporcionan; no ocurriendo lo mismo con alguien que nace en su mismo seno, pues pertenece a una familia o entorno integrado en las mismas.

Pongamos por ejemplo la carrera musical de Antonio Flores, hijo de Lola Flores. Se trata de un músico con mucho talento, qué duda cabe, pero que recibió la oferta de grabar su primer disco por parte de un importante productor musical que era amigo de su madre y le invitó a grabar su primer álbum en una fiesta en el chalet familiar, básicamente, sin haber oído sus canciones y cuando el artista tenía tan solo 18 años. Naturalmente, si Antonio Flores no hubiese pertenecido a la familia del Pescaílla y Lola su trayecto de acceso a dicho mundo discográfico habría sido mucho más dificultoso, existiendo una altísima probabilidad de que ni siquiera hubiese llegado penetrar en su interior. Podemos decir que Antonio Flores contaba con un amplio capital social de nacimiento.

Es difícil para alguien ajeno a dichas estructuras relacionales acceder a las mismas y a los privilegios que proporcionan

Hay que decir, a su vez, que la solidaridad entre personas integradas en tales estructuras privilegiadas, detentadoras de un elevado capital social y simbólico, es mucho mayor que la existente entre estratos más bajos y amplios de la sociedad. Los más favorecidos son menos y velan por el beneficio mutuo para no perder sus privilegios (que no son pocos) y, así, se apoyan unos a otros de modo intenso (esto ocurre también entre gente pobre de solemnidad que sale adelante por medios de redes de solidaridad). Por poner un ejemplo, en el mundo muy pijo, la llamada de uno de sus miembros para lograr cierto apoyo (asistir a un concierto en el que toca un miembro privilegiado de la sociedad, un desfile, un proyecto necesitado de amigos y clientes, etc) habrá de atraer números ingentes de «iguales» solidarios que, luego, habrán de ser recompensados del mismo modo cuando ellos lleven a cabo un determinado proyecto. En tales entornos, el hecho de participar del referido capital social es la base de la propia identidad. Las personas que integran tales estructuras saben muy bien quiénes pertenecen al grupo y quiénes no.

Aun así, hay sociedades que varían entre sí a la hora de determinar quién se relaciona con quién. España, por ejemplo, es una sociedad, generalmente, mucho más horizontal que las latinoamericanas, donde el estatus y las jerarquías son mucho más definidas. Las diferencias en el propio interior de nuestro país también se dejan notar: en Madrid se ha dicho, tradicionalmente, que las relaciones entre clases sociales (aunque sea solo a nivel superficial) ha sido siempre mayor que en otras comunidades autónomas, más cerradas en ese sentido.

Hay que decir, además, que el factor económico no es el único. Las sociedades modernas son complejas y se ven atravesadas de innumerables canalizaciones: nos relacionamos, mayormente, con gente de nuestra misma edad, entorno socioeconómico, raza, etc. Dicho cual, estos canales de socialización no son, ni mucho menos, herméticos. De hecho, una forma de trascender estos invisibles recintos de socialización es el propio trabajo a realizar. Un profesor puede dar clases a personas de diferentes edades y establecer relaciones con ellas; un escritor puede investigar ciertos entornos marginales y relacionarse con personas que pertenecen a ellos; en una oficina puede hallarse gente con diversas características, etc. No ocurre tanto lo mismo en nuestro tiempo de ocio, cuando las personas suelen interactuar con personas de su misma condición.

Curiosamente, ese trascender los caminos de socialización (relacionarse con gente con la que asiduamente no nos relacionamos) tiende a generar en la persona (siempre que sea sociable) una sensación de bienestar y liberación, una sensación de verdadero placer por vía de la interacción social; una interacción no determinada por las estructuras más o menos rígidas de una sociedad que aspira a establecer de modo particularmente rígido quién ha de beneficiarse de uno u otro capital social o relación socialmente retributiva.

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