Silencio, por favor
Silencio, por favor
Hora punta en el transporte público. Dos personas ven vídeos en sus móviles, sin auriculares. Otra habla por videollamada, también a oído limpio. En pocas paradas, sientes que ya les conoces la vida. Ya sabes que el hombre que se agarra junto a la puerta quiere hacer algún arreglo que involucra varias brocas de taladro. Que la señora de al lado busca recetas de ensaladas para el verano. Al de la videollamada le entiendes menos: discutió con alguien, tiene la voz entrecortada, se desahoga con ese otro que lo mira de frente en la pantalla.
Siguiente estación. Se monta otro personaje que escucha un audio en altavoz. No le importa que le mires, quizá no sabe que bien podría escuchar la nota de voz en privado, que también funciona con el teléfono pegado a la oreja.
Entras a un restaurante y un televisor a todo volumen escupe las noticias del mediodía, incluso esas de las que preferías no enterarte. Te fijas en que son muy similares a las que habías visto repetirse esta mañana en todos los televisores del gimnasio. La gente no habla entre sí, se desconcentra cada vez que el presentador cambia de tono. Mastica lento, embelesada con las imágenes de la inflación, de la guerra, del miedo.
Vas por la calle y te cruzan bicicletas y patinetes con parlantes. Reggaetón, electrónica y salsa se entremezclan con las bocinas de los taxis que arrancan ansiosos en los semáforos, con la sirena de la policía, con los obreros que rompen algún andén.
Romper.
El silencio es siempre el que se rompe; el bullicio, nunca.
En La vida pequeña: el arte de la fuga (Anagrama), J.A. González Sainz sueña con una máquina romperruidos, capaz de inhibir «el chuntachunta del vecino». Qué placer se sentiría andando por la vida con una de esas «como una especie de pistolero del silencio» y apagar de un clic, o de un disparo, la llamada a gritos del compañero de asiento, los pitos en las avenidas, el taque-taque de la hormigonera y el estruendo de vidrios rotos del camión de la basura –tan puntual siempre para hacerte saltar del susto–. Esos paisajes sonoros de la urbe son más que contaminación acústica, tan omnipresente, tan poco regulada.
«No hay duda de que la aceleración, la inmediatez y la economía de la atención de hoy han agravado el síntoma de la infelicidad»
Necesitamos el silencio para regenerar nuestro cerebro: estimula la creación de neuronas, facilita el aprendizaje, mejora la memoria, impulsa la creatividad. Sin embargo, cuando por algún motivo divino, en un soplo de tranquilidad, el silencio logra encontrar sitio entre la ciudad y su vértigo, entre nuestra casa y nuestra prisa, nosotros lo rompemos.
Siempre, romper, romper.
Ahí está Spotify, YouTube, la serie de Netflix, la radio, algún programa malo de televisión… lo que sea que nos distraiga, lo que sea que nos aturda. Porque eso el ruido constante en la calle, en la casa: aturdimiento, ojalá sordera. «Estamos llenos de ruido porque no soportamos el silencio», escribió la poeta venezolana Hanni Ossott.
¿Por qué no soportamos el silencio? Por el ajetreo, las redes sociales, la sobreinformación, la gratificación instantánea, la intolerancia a la frustración, la ansiedad, el burnout, el individualismo, la soledad, el desasosiego. Por la tecnología como propulsora de la sedatefobia, del miedo al silencio.
Pero esto no es nuevo. En la cuarentena se puso de moda citar a Blaise Pascal, ese malheur des hommes y su malestar básico; esa incapacidad de estar «a silencio a solas en una habitación». Pero no hay duda de que la aceleración, la inmediatez y la economía de la atención de hoy han agravado el síntoma de la infelicidad del ser humano que definía el filósofo francés hace cuatro siglos.
«A veces, maquillamos el ruido con música y lo llamamos fiesta; pero muchas otras esconde el miedo a ponerle un alto a la sobreestimulación»
Le tenemos pánico al vacío, a la quietud, al intervalo. Tendemos siempre al movimiento físico, auditivo, mental.
El ruido es abstraerse, no estar nunca completamente solo; es compañía, una presencia incómoda pero que es tan constante que te arrulla, abraza, ahorca.
El silencio es la ausencia de ese estímulo imparable que es la bulla. A veces, maquillamos el ruido con música, lo llamamos fiesta, melodía. Pero muchas otras esconde el miedo a ponerle un alto a la sobreestimulación.
Preferimos la cacofonía que la pausa.
Corremos por más notificaciones, más compras, más zapatos, más seguidores, más likes. Más, más, siempre más de todo. Pero la pretensión del todo se construye sobre abismos.
Cuando Cynthia Rimsky escribe en Poste restante (Sangría) sobre su paso por Odessa, confiesa que tardó «varios días en comprender el origen del silencio: el capitalismo lleva en sí el bullicio de la circulación que satura el oído para doblegar el consumidor a la compra». En esa ciudad ucraniana de los noventa a orillas del mar Negro, la escritora chilena describe el malestar capitalista que parece que vivimos todos hoy: «Acostumbrado al ruido que lo saca de sí, parece extraño encontrarse a solas».
«¿Qué se mira al caminar?», se pregunta. Y quizá responde con la que sería una receta médica posible, un tratamiento barato y quizá exitoso: caminar mirando «a los otros, las flores, los frisos, con los pensamientos como en un espejo».
Queda por ver si no rompemos también el espejo, si soportamos esa imagen, si al fin logramos mirarnos de frente, vernos sin máscaras los pensamientos.