Retrato de un negacionista

Retrato de un negacionista

A lo largo de la historia los movimientos negacionistas han rechazado realidades documentadas como la forma de La Tierra, la evolución de la especie, el cambio climático o la etiología de enfermedades como el VIH o el coronavirus.
12 June 2022

Para explicar el origen de esta disidencia debemos recurrir a la psicología individual y social: cuantas más personas piensen como nosotros, más reafirmaremos nuestra creencia (aunque no sea real).

El negacionismo ha sido históricamente un movimiento tan marginal como vapuleado. Se ha tachado de locos e incultos a quienes se adscribían a una narrativa alternativa de la realidad. Sin embargo, en la actualidad, el coronavirus ha revolucionado las creencias de la sociedad en lo que respecta a la salud, la divulgación y, en definitiva, la ciencia. Cientos de personas han reconocido con orgullo a lo largo de estos dos años ser negacionistas, afirmando poseer un nivel de conocimiento que se escapa al del resto de la población, a quienes consideran sumisos y crédulos en una guerra entre la verdad y su verdad. La gran pregunta es cuál es la mecha que ha iniciado el fuego de la rebelión.

No podemos hablar de negacionismo sin atender al origen del término, que se sitúa en la Europa del siglo XX. Durante el transcurso de la Segunda Guerra Mundial, la dirección de la Alemania nazi tomó la decisión de masacrar de forma generalizada a toda la población judía. Desde 1941 y hasta 1945, casi once millones de personas fueron asesinadas en campos de exterminios, cámaras de gas, sus propios hogares o incluso en la calle a plena luz del día. Aproximadamente la mitad eran judíos, pero también romaníes, polacos, Testigos de Jehová, individuos considerados incapacitados física o psicológicamente, miembros de la comunidad LGTB, comunistas, prisioneros de guerra soviéticos y personas pertenecientes a otros colectivos étnicos e ideológicos.

Mientras esta masacre tenía lugar, el bando nazi elaboró un plan de contingencia para eliminar cualquier registro del Holocausto o, como ellos lo llamaban, la Solución Final. Se quemaron cuerpos, documentos y materiales, y en Europa comenzó a gestarse un clima de incredulidad ante lo sucedido. Así, el negacionismo del Holocausto no podría haber tenido lugar sin la participación de figuras de autoridad, como historiadores de la talla Harry Elmer Barnes o David Hoggan, quienes afirmaban que todo era fruto de una conspiración anglo-polaca y que la mentira del Holocausto buscaba convertir al ejército nazi en un chivo expiatorio. Aunque en la actualidad siguen vigentes ciertos sectores neonazis residuales que niegan el genocidio, lo cierto es que el tiempo colocó a esta visión falaz de la realidad en su lugar: un rincón apartado y oscuro.

Todos los movimientos negacionistas tienen algo en común: hacen referencia a fenómenos lejanos que nos afectan de forma aparentemente sutil

Sería reconfortante afirmar que el negacionismo tuvo su minuto de gloria durante el siglo XX y que después desapareció, pero incurriríamos en una falsedad. Los movimientos pseudocientíficos se han repetido a lo largo de la historia, incluso antes de que se acuñase el propio término de negacionismo: en el siglo VI a.C. se rechazó hasta la saciedad la idea de que la Tierra podía ser esférica, y en el siglo IX la teoría de la evolución de Darwin fue duramente criticada. Es cierto que en ambos momentos históricos la sociedad no contaba con los avances científicos vigentes a día de hoy, pero en la actualidad siguen existiendo grupos terraplanistas y fijistas.

Lo mismo ocurre con el cambio climático. A través de los años hemos sido espectadores de la destrucción progresiva de la hidrosfera, la atmósfera y la biosfera, pero no es raro encontrar a personas que o bien niegan estos fenómenos o bien argumentan que su origen no es antropogénico, es decir, que no está causado por el hombre, sino que forma parte del ciclo natural de La Tierra; afirmaciones que se oponen a lo que la ciencia ha demostrado.

Todos estos movimientos negacionistas tienen algo en común: hacen referencia a fenómenos lejanos en el tiempo que nos afectan, pero de forma aparentemente sutil. Si crees que La Tierra es plana o que el homo sapiens no es fruto de un intrincado proceso de selección natural, lo peor que te puede pasar es que te sientas confuso al viajar en avión o al visitar el área de biología evolutiva de un museo. Por otro lado, si crees que el calentamiento global es una mentira y, en consecuencia, contribuyas a su agravamiento, las secuelas más graves las sufrirán las generaciones venideras. Pero, ¿qué ocurre con el negacionismo que pone en peligro tu vida?

La medicina, el otro blanco del negacionista

En el siglo XX, el negacionismo se escapó de los hitos históricos y se enfocó en la medicina. En 1984, el psiquiatra Casper G. Schmidt publicó un estudio titulado El origen fantástico del SIDA en el que argumentaba que no era una enfermedad real, sino un caso de histeria pandémica. A él se sumaron decenas de expertos y miles de ciudadanos que sostenían que el VIH era un virus pasajero completamente inofensivo e incluso rechazaban su existencia.

Catorce años más tarde, en 1997, el cirujano Andrew Wakefield solicitó la patente para una vacuna contra el sarampión. Fue cancelada ya que las investigaciones se centraban en la triple vírica o MMR, una vacuna que hacía frente simultáneamente al sarampión, las paperas y la rubeola. Como respuesta, Wakefield falseó un estudio afirmando que la MMR era causante de autismo en doce niños. Se demostró que era mentira y el Consejo General de Medicina de Reino Unido prohibió a Wakefield ejercer la medicina, pero a día de hoy seguimos encontrándonos padres que no quieren vacunar a sus hijos por miedo a que desarrollen un Trastorno del Espectro Autista.

Ambos ejemplos afectaron a grupos poblacionales muy concretos, pero no fue hasta 2019 cuando el boom del negacionismo eclosionó. ¿El lugar de nacimiento? Wuhan, China.

La llegada del coronavirus dio pie a un sinfín de debates repletos de información bien a medias, o bien completamente sesgada. Se dijo que investigadores chinos habían creado el coronavirus en un laboratorio para diezmar a la población, que todo era fruto de la tecnología 5G, que los test de antígenos eran un invento político para recaudar dinero, que las mascarillas producían hipoxia, que el clorito de sodio era un tratamiento eficaz contra la enfermedad y que las vacunas contenían óxido de grafeno y microchips, entre otros bulos.

El efecto Dunning-Krueger es la principal raíz del negacionismo, un sesgo metacognitivo que lleva a las personas con menos conocimientos sobre un tema a considerarse más inteligentes que el resto

A día de hoy el negacionismo del coronavirus se puede entender como un espectro en el que en un polo extremo se sitúan quienes niegan la existencia del SARS-CoV-2 y, entre medias, el resto de afirmaciones fruto de la incertidumbre: miedo a las vacunas, hastío hacia las mascarillas y rechazo hacia las cambiantes políticas sanitarias. Refutar el negacionismo desde la condescendencia carece de sentido ya que todos, en un momento u otro de la pandemia, nos hemos situado a medio camino en este espectro. Necesitamos atender a los factores que explican el distanciamiento de la ciencia y que se encuentran en la psicología individual y social.

El efecto Dunning-Krueger es una de las principales raíces del negacionismo. Se trata de un sesgo metacognitivo, es decir, de un error a la hora de evaluar nuestra capacidad de razonamiento. El resultado es que las personas con menos conocimientos sobre un tema tienden a considerarse más inteligentes, críticas y racionales de lo que realmente son y, además, etiquetan a quienes tienen una opinión contraria a la suya como ignorantes, ingenuos y emocionales.

Aquí entra también en juego la sensación de pertenencia grupal. Si más personas piensan como nosotros, reafirmamos nuestra creencia. Ya no estamos solo en una lucha contra todos, sino que pasamos a ser uno más de la resistencia frente a la opinión mayoritaria. Y si además en esa resistencia hay figuras de autoridad, el peso del negacionismo aumenta, tal y como ocurrió cuando médicos lanzaban mensajes alarmistas o falaces sobre el coronavirus.

Si bien estos mensajes por si solos no son tan peligrosos, la fuerza de su impacto radica en el recorrido que atraviesan, tal y como describió el psicólogo social Robert Zajonc en su teoría de la mera exposición. Al exponernos repetidamente a información falsa, tendemos a familiarizarnos con ella otorgándole más veracidad de la que tiene. Se trata de un proceso idéntico a los dimes y diretes de instituto: si nadie hace caso al portador inicial, el rumor tiende a desaparecer. Con los retuits, las cadenas de WhatsApp o los titulares morbosos de los medios de comunicación, hemos provocado que los bulos no sean estrellas fugaces, sino meteorititos destructivos.

En resumidas cuentas, el negacionismo ofrece una visión más agradable de la realidad. ¿Quién no desearía que el paso de los humanos por la Tierra no estuviese supeditado a un proceso evolutivo mayor que el ser en si mismo o que el cambio climático no abocase nuestra hedonista existencia a la destrucción, o que las enfermedades ya existentes –y las que están por llegar– no pusiesen en entredicho la libertad individual? Lamentablemente no es así, y dar la espalda a la evidencia nos condena a repetir cíclicamente los errores del pasado.

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