Coronavirus: La sindemia de la salud cerebral
Coronavirus: La sindemia de la salud cerebral
Los estragos que ya ha producido el coronavirus sobre la salud mental son inmensos, tanto, que ya no hablamos de pandemia, sino de sindemia. Este neologismo fue acuñado por el antropólogo Merrill Singer para referirse, entre otras cosas, a los efectos colaterales que las epidemias podían provocar en la población y, más si cabe, en los afectados por enfermedades previas. La pandemia provocada por la covid-19 es una sindemia en toda regla, no solo porque interactúa con otras enfermedades existentes –como la diabetes, la hipertensión, la obesidad o la depresión– y las agrava, sino porque facilita indirectamente la contracción de otras enfermedades de novo.
La gravedad de una sindemia deriva, precisamente, del hecho de que esa interacción de dos o más enfermedades causa un daño mayor que la simple suma de las dos afecciones cuando estas se presentan por separado. Si todo esto, además, se desarrolla en un maltrecho sistema de salud pública que no ha parado de recortar en sanidad durante los últimos quince años, tenemos el terreno abonado para que la sindemia campe a sus anchas, multiplicando su efecto devastador en la salud.
Hay dos razones principales por las que el coronavirus se ha cebado, especialmente, con un aspecto tan específico como la salud cerebral. En primer lugar, porque la principal medida adoptada para frenar la tasa de contagio y el colapso de los hospitales fue el confinamiento, una decisión letal para la salud mental de las personas al llevar implícito aislamiento y distanciamiento físico y social: el ser humano es un animal social y necesita de la interacción con los demás para su propia supervivencia. Es algo que está inserto en nuestro código genético.
El cerebro es el órgano más importante del ser humano y, sin embargo, se invierte muy poco en enseñar cómo cuidarlo
Esta reclusión condujo, además, a un aumento del sedentarismo y a la disminución de la actividad física, tan esencial para la salud cerebral. Como derivado, y con el añadido de la contaminación informativa –muchas veces sesgada por perversos intereses políticos– vinieron también el miedo, la incertidumbre y el desasosiego. Miedo a enfermar –cuando no a morir–, a perder a algún ser querido, a la miseria por la pérdida del puesto de trabajo, a un futuro incierto económica y socialmente. Un miedo que aún acompaña a la población y que socava, cada vez más, la integridad de nuestro más preciado, sutil y delicado órgano: el cerebro.
El segundo factor que nos ha llevado a esta sindemia de la salud cerebral está relacionado con la salud mental, esa gran desatendida de todos los sistemas sanitarios públicos del mundo, incluido el español. Se invierte muy poco en el conocimiento del funcionamiento cerebral y de las incontables enfermedades –muchas más que las de cualquier otro órgano– que, precisamente por su mal funcionamiento, se producen. Teniendo en cuenta que el cerebro es el órgano más importante del ser humano, gracias al cual sabemos quiénes somos –tenemos conciencia, a diferencia de los animales–, es muy poco, por no decir nada, lo que se enseña por parte de los estamentos sociales acerca de cómo cuidarlo.
Si a toda esta precariedad sumamos los pacientes que, durante este año de pandemia, perdieron sus revisiones por la suspensión de consultas, dejaron de acercarse a los hospitales por miedo o, en un acto de solidaridad, prefirieron quedarse en casa y sufrir los síntomas de su afección en el ámbito familiar, entenderemos que la salud mental de las personas esté sufriendo un duro trance de envergadura insospechada. Solo el tiempo nos permitirá conocer su verdadera magnitud.
Se han multiplicado los trastornos por ansiedad que afectan tanto a pacientes conocidos como a otros nuevos
Los datos estadísticos y epidemiológicos oficiales sobre cómo ha afectado la pandemia a la salud cerebral de las personas son muy variados como para sacar algo en claro, pero los que nos dedicamos a estas enfermedades vemos de forma muy clara su influencia cada día en nuestras consultas. No exagero cuando digo que más del 80% de nuestros enfermos se han descompensado durante el último año. Es más, ha aumentado el flujo de pacientes nuevos en consultas por episodios depresivos o ansiosos. También se han multiplicado los diagnósticos de depresión y trastornos por ansiedad de distintos tipos (hipocondríacos, obsesivo-compulsivos, de pánico, agorafóbicos, etc.), tanto en pacientes conocidos como en aquellos que nunca antes los habían sufrido.
Así, el ritmo de progresión de enfermedades neurodegenerativas como el párkinson o el alzhéimer ha pisado el acelerador. La tasa de conversión entre un deterioro cognitivo leve y una demencia franca también ha aumentado, y los pacientes con alzhéimer en una fase leve de la enfermedad han progresado a una fase moderada. Al mismo tiempo, los de la fase moderada han pasado a la avanzada. En muchos otros, en fin, sus alteraciones conductuales han dejado de estar controladas, derivando nuevamente en insomnio, agitación o conductas motoras repetitivas, entre otros.
Hablamos de miedo, pero nuestro miedo, el de los que nos dedicamos a velar por la salud cerebral. Ese miedo deriva en una pregunta: si los medios destinados por la administración a los cuidados de la salud mental ya eran precarios, ¿qué sucederá a partir de ahora tras haber destinado parte de estos insuficientes recursos para atender las ingentes necesidades derivadas de la covid-19?