Por qué los errores del cerebro humano nos salvarán de la dictadura de las máquinas
Por qué los errores del cerebro humano nos salvarán de la dictadura de las máquinas
RRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRR.
Cuente las erres que hay aquí.
Es muy probable que se haya equivocado. Al igual que si le pregunto cuál es la primera frase del primer artículo que ha leído hoy en este espacio. Ni idea. Supongo. Su cerebro no es una máquina (biológica) de precisión fabricada en Suiza.
Es humano. Por lo tanto, se equivoca mucho.
Y, aún más importante, también es capaz de hacer cosas extraordinarias.
Es un órgano que nos hace distraídos, imprecisos y olvidadizos, que nos da muchas veces una idea confusa del paso del tiempo y que se equivoca con una cuenta sencilla de bar cuando decidimos a cuánto toca cada uno. Pero no se intranquilice, eso no es malo: estas mismas imperfecciones nos han permitido viajar a la Luna y erradicar la viruela.
Los gurús tecnológicos que auguran el advenimiento de la Era de las Máquinas y la decadencia del hombre están equivocados. Así lo sostiene un creciente grupo de filósofos, científicos y psicólogos para los que el error, lejos de ser una maldición, es lo que nos permite sobrevivir como especie.
Uno de los miembros más destacados de esta corriente es Henning Beck. Este neurocientífico alemán contradice esta visión apocalíptica en la que el ser humano va a ser esclavo de la inteligencia artificial con argumentos biológicos y experimentos como el de las erres con el que arranca este reportaje (¿lo recuerda?).
La obsesión por la excelencia que nos persigue desde que nacemos, sea en un trabajo o en una visita al cirujano plástico, hace que la equivocación sea censurada socialmente. Mientras, un ordenador no comete errores porque, si los va a cometer, antes se cuelga.
"Su problema es la perfección", sostiene, paradójicamente, Beck, de 36 años, que explicaba ayer entre carcajadas los vericuetos de la mente en un encuentro en un hotel de Madrid.
Los cerebros informáticos de silicio siempre siguen las reglas. Son incapaces de saltárselas porque carecen de la facultad de improvisación. Ahí radica su debilidad y, también, nuestra grandeza. "Los ordenadores aprenden, nosotros comprendemos", sentencia Beck, autor de Errar es útil (Ed. Ariel).
Una de las armas secretas de nuestro cerebro en esta guerra subterránea contra las máquinas es, sin duda, la memoria. Aunque no lo percibamos así, se trata de un poder similar al de los jedi cuando mueven una piedra con la mente o a la coreografía de Modric cuando controla elegantemente con un pie convertido en guante de seda una pelota que baja del cielo. Algo cercano a la magia. A priori, no tiene nada que ver con los números y el big data. Ésta no se puede medir, ni pesar.
La memoria es una basura considerable en materia de exactitud
HENNING BECK (NEUROCIENTÍFICO)
La memoria humana tiene una capacidad ridícula de relación si se la compara, por ejemplo, con el algoritmo del buscador de Google. Ni siquiera puede almacenar una mínima parte de la información que guarda cualquier teléfono móvil.
Más aún, es perezosa y también mentirosa. Pero da igual.
¿Cuánta gente en los años 90 había visto el vídeo de Ricky Martin, el del perro y la mermelada en un popular programa de televisión? Todo el mundo hablaba de ello en el trabajo o en el instituto. Lo fascinante es que ese vídeo jamás se emitió. Ni siquiera existe. ¿Cómo? Pero, repito, mucha gente lo había visto. O decían haberlo visto. ¿Eran todos unos mentirosos? No. Son víctimas colaterales de la memoria.
Pasa lo mismo con nuestra percepción del tiempo. Por qué nos convencemos de que desde casa hasta el centro comercial se tardan cinco minutos en coche cuando en realidad son 15. Otra trampa del cerebro. Ésa es la magia que nos hace flexibles y nos da poder de adaptación. El camino de la creatividad.
El cerebro, en su elogio a la pereza, no almacena todo el conocimiento posible. Para él es mucho más importante olvidar una cosa en un momento preciso. Por eso nuestros recuerdos se modifican constantemente. Son nítidos un día, al otro son confusos y, en algún momento, pueden incluso ser falsos (volvemos al vídeo de Ricky Martin). Por ello es mucho más importante tener una visión de conjunto que entrar en los detalles.
Su flexibilidad hace que la memoria se deshaga de mucha información residual que no resulta importante para ella. Ahí está su vagancia. Dosifica su energía. Para guardar algo, antes lo examina. Esta prueba la hace el hipocampo, una estructura situada en la pared externa de los ventrículos laterales del cerebro que guarda nuevos recuerdos a corto plazo. Algo así como la ITV de la reminiscencia.
Por eso Beck considera a la memoria "una basura considerable en materia de exactitud". Lo dice sin acritud. Con admiración.
"Un perfecto ingeniero alemán no habría descubierto América", comenta. "Habría valorado los riesgos de un viaje hacia lo desconocido, necesitado de un mapa diáfano y construido un barco insumergible. Sin embargo, Colón no necesitó de todo eso".
Es su forma de defender que "hacer algo" con sus errores tiene mucho más valor que la búsqueda (inútil) de la perfección.
Un ejemplo de esa aburrida perfección la tenemos en el ajedrez. La derrota del hombre ante la máquina se plasmó mediáticamente cuando Gary Kaspárov cayó en un encuentro a seis partidas en 1996 ante el ordenador Deep Blue, diseñado por IBM. En el primer enfrentamiento disputado sucedió algo extraordinario. La computadora hizo un movimiento extraño, impropio de una máquina, que desconcertó al representante de los hombres. Más tarde se supo que el programa había fallado y que para evitar colgarse había elegido esa opción ilógica. Pero Kaspárov sobreestimó aquel movimiento y pensó que escondía una estrategia brillante. Esa interpretación destruyó su concentración. Un error humano estúpido -en términos ajedrecísticos- coronó a Deep Blue.
De haber sido un perfecto ingeniero alemán, Colón no habría descubierto América
Hoy cualquier programa de ajedrez instalado en unsmartphone puede derrotar al campeón del mundo. Pero un cambio de reglas del juego alteraría la ventaja del ordenador. Tendría que reprogramarse para recuperar su fuerza de cálculo.
El problema para Beck estaría en si Deep Blue o alguno de sus herederos tuviera una respuesta creativa. Algo así como un "Dejo de jugar porque estoy aburrido". Eso sí que sería inquietante. Pero aún queda lejos semejante comportamiento en una computadora.
Buscando consuelo en el fracaso, la perfección nos haría aburridos y mataría nuestra creatividad. Ésta no nace en una región concreta del cerebro, sino que forma parte de una combinación entre la concentración y el sentido de la perspectiva. Ese estímulo activa lo que podríamos llamar divagación tanto si estamos fabricando ideas nuevas como si somos víctimas del tedio. Dejarse llevar por la procrastinación es fuente también de creatividad.
Descartes atribuyó el origen del error a la voluntad, no al entendimiento. Esta preocupación filosófica, que va desde la Antigua Grecia hasta Martin Heidegger en pleno siglo XX, ha sido rescatada desde distintas perspectivas por la periodista Kathryn Schulz, autora en 2015 de una apología sobre el arte de equivocarse (En defensa del error, Editorial Siruela). Según su libro, detrás de la falibilidad se esconde una fe en nosotros mismos, un estímulo de mejora.
Atendiendo a lo defendido por Beck y Schulz, un mundo sin fallos, aparte de un coñazo (qué es el fútbol si no un juego de errores) sería un enemigo del progreso. Porque la grandeza del ser humano no está en equivocarse -hay gran cantidad de errores a evitar por nuestra supervivencia-, sino en aprender de sus consecuencias.
La historia está llena de errores afortunados. El medicamento Viagra surgió de una investigación destinada a una angina de pecho; los fuegos artificiales nacieron de la receta accidental de un cocinero chino que mezcló carbón, azufre y sal de mar, y la invención del vidrio blindado por parte del químico francés Édouard Bénédictus también fue fortuita.
Lo cierto es que, a pesar de esta hemeroteca de equivocaciones con suerte, el error es perseguido y muchas veces castigado con excesiva virulencia, especialmente en Europa. La cultura estadounidense, por ejemplo, aunque más competitiva que la nuestra, también se muestra más comprensiva, sobre todo en el mundo de los negocios, donde el fracaso implica un aprendizaje útil para el futuro. Si alguien ha quebrado una vez es más difícil que vaya a repetir los comportamientos que le llevaron a fracasar.
Si algo ha demostrado la Ciencia es que el cerebro no es un algoritmo, ni se le parece. Y lo que es más importante: no teme al error. El miedo a la equivocación, según los últimos estudios sobre el cerebro, no es innato: está estimulado por sesgos e influencias de aquellos que nos rodean.
Nuestro comportamiento psicológico nos acerca a una conclusión fundamental: sin errores no cambiaríamos. Poner en duda nuestras certezas estimula tanto la «curiosidad» como «el asombro» en un proceso en el que nuestros sentidos muchas veces nos engañan.
Un estudio apuntó que negarse a pedir disculpas por un error, era beneficioso para la autoestima
Aunque sí creíamos que reconocer nuestras equivocaciones era algo positivo -más allá del debate moral, recuerden el dicho «rectificar es de sabios»- un reciente estudio publicado en la revista European Journal of Social Psychology ha puesto en cuestión el mea culpa. Según la investigación liderada por el profesor Tyler G. Okimoto, negarse a pedir disculpas podría acarrear beneficios, especialmente en la autoestima.
Nuestra defensa de este órgano que pesa 1,5 kilogramos que se despista con frecuencia y se ausenta como si sufriera de abstinencia primaveral se antoja decisiva. Especialmente si queremos sobrevivir a la revolución tecnológica que se avecina. De no hacerlo, quizás un ordenador nos sustituirá. Así que sigamos metiendo la pata. Con decoro. O al menos dejemos de tener miedo a hacerlo. No vayamos a acabar en el desguace de la Cuarta Revolución Industrial.
Por cierto, volviendo al principio, en total son 31 erres. No se preocupe si se ha equivocado. Lo único que necesita hoy el error es un buen publicista.