¿El código penal enseña a conducir?
¿El código penal enseña a conducir?
Los Criminólogos con mucha humildad, siempre dicen que tienen más preguntas que respuestas, pero que ello no es una limitación, sino una oportunidad de analizar en profundidad las conductas criminales y sus causas, para asì encontrar los caminos que mejoren la convivencia en el tránsito y disminuyan las conductas antisociales.
En materia de programas para enfrentar los delitos de tránsito, o tráfico como se denominan en algunos países, podemos observar un constante reclamo de agravamientos de penas para los conductores que generen siniestros viales, pretendiendo, además, que las penas de prisión sean efectivas y si fuera posible, perpetuas. Incluso hay propuestas de equiparar el delito de homicidio culposo cometido en la conducción de un vehículo automotor, con el homicidio en su forma dolosa (con intención).
Está claro que quién genera a otro daños a la salud o la muerte a causa imprudencia, negligencia o falta de respeto a las normas legales durante la conducción de un vehículo, debe recibir una sanción adecuada de parte de la justicia, lo cual genera dos beneficios, por un lado, que la persona condenada entienda y reflexione sobre las consecuencias de sus acciones antisociales y por el otro, que la sociedad comprende que la vía pública es un lugar de convivencia que debemos honrar y respetar a través de nuestras conductas, pues de no hacerlo el castigo será una realidad.
El problema es cuando pensamos que con el agravamiento de las penas vamos a lograr una mejora sostenible en la seguridad vial, imaginando que cada ciudadano antes de acelerar, consumir alcohol u otras drogas o atender el llamado telefónico, va a recordar que, en el hipotético caso que genere un accidente vial y mate o lesione a una persona, podrá ir a la cárcel. Sería muy bueno que asì ocurriera, pero desde la estricta experiencia de haber intervenido en miles de siniestros y conversado con las personas involucradas, ello no ocurre.
La Criminología tiene mucha experiencia en demostrar que la solución de establecer penas más graves sin un programa serio de prevención y concienciación, no ha funcionado en la historia de la humanidad. En ese sentido, venimos de una experiencia legislativa que buscaba terminar con una práctica atroz e injustificable como es la violencia de género, pensando que si se incorporaba una figura penal con la amenaza cierta de condena a reclusión perpetua, se pondría un freno a los femicidios o lo que sería mejor, se terminaría con la violencia hacia la mujer. Pero ello no ocurrió.
Antiguamente estas conductas se encuadraban en lo que se denominaba violencia familiar, y desde esta ciencia se enseñaba que además de una justicia penal activa, se debía empezar a prevenir con la formación y concienciación de la sociedad sobre la materia, con la creación de estrategias de información y centros de contención para las familias, agregando la necesidad de rediscutir el rol de la escuela, del estado, sus funcionarios y de la sociedad civil en su conjunto.
Todo ello parecía que no era necesario, pues se pensaba que con el código penal los violentos y abusadores, se abstendrían de agredir a sus víctimas solo con la amenaza de que una figura penal los podría colocar entre rejas por el tiempo que les quedara de vida. Claramente ello no ha funcionado y hoy se vuelve a hablar de lo que la Criminología proponía decenios atrás.
Este pensamiento, basado en la teoría que el código penal cambia por su sola severidad las conductas disvaliosas de una comunidad y vuelve mejores a los ciudadanos, parece que está imponiéndose como propuesta en el fenómeno del tránsito. Las modificaciones de las figuras penales típicas mediante el agregado de agravantes o el aumento considerable de sus penas (mínimos y máximos), parece que seduce a una parte importante de la sociedad, lo cual facilita enormemente el trabajo a los funcionarios de tránsito, pues solo implica desarrollar un proyecto de ley y lograr que sea aprobado por el Poder Legislativo y aplicado por la Justicia.
Resulta más sencillo cambiar una ley que elaborar un programa racional y efectivo que prepare a la sociedad para enfrentar con su compromiso y dedicación, tanto dolor a causa de los siniestros de tránsito.
A esta altura de las reflexiones, tal vez alguien pueda pensar que soy un ingenuo o un idealista, pero les puedo asegurar que nada más alejado de tales definiciones. He visto maniobras increíbles, conductas desaprensivas, actitudes irracionales y verdaderas acciones criminales que dieron como resultado muchas muertes, discapacidades y lesionados. En estos casos, una adecuada y ejemplificadora actuación de la Justicia es absolutamente necesario.
Ahora, pensar que todos los siniestros viales se originan por tales conductas, es desconocer la realidad de las causas más frecuente que los terminan generando. Así, distracciones (que son muy comunes), fatiga, disminuciones físicas que alteran las habilidades para conducir, desconocimiento de cierta normativa vial y de las prácticas seguras ante imprevistos, estados anímicos extremos, fallas en la interpretación de situaciones de riesgo o las malas decisiones al conducir, constituyen en mi experiencia, las verdaderas causas de una siniestralidad vial que no puede enfrentarse solo a partir de un sistema de castigo basado en el código penal.
Pensar que la amenaza de una fuerte sanción penal servirá para que mágicamente, los conductores aprehendan a conducir en forma segura, a interpretar correctamente las circunstancias imprevistas que se presenten y a identificar con precisión los riesgos del tránsito, constituye una verdadera utopía.
Casi desde mis inicios en la temática, me enseñaron que un buen programa de seguridad vial debía basarse en tres pilares: Educación, Infraestructura vial y Control y Sanción. Pareciera que, con el paso de los años, la sola amenaza de sanciones ejemplares, hace innecesaria la formación vial continua o la búsqueda permanente de una infraestructura vial indulgente que proteja la fluidez y seguridad del tránsito.
El tránsito es una construcción social, razón por la cual la formación continua de cada usuario de la vía pública resulta decisiva, pues así se prioriza al actor fundamental: la persona humana. A partir de esa preparación inteligente (en valores, normas y buenas prácticas), garantizamos el libre albedrio para tomar decisiones en nuestros desplazamientos, y recién allí, si éstas fueron equivocadas y causaron siniestros, requerir una pronta y efectiva actuación de la justicia que repare el daño individual y social causado.