La ingeniería ante la contaminación lumínica
La ingeniería ante la contaminación lumínica
Entre las diversas formas de contaminación ambiental, la contaminación lumínica es poco conocida desde un punto de vista público, e incluso, técnico. La entrada en vigor del reglamento para la prevención de la contaminación lumínica en Cataluña (Decret 82/2005), la ha convertido en un tema de actualidad y, muchas veces, polémico.
Los años ochenta del pasado siglo representaron para el alumbrado artificial un punto de inflexión: tanto por motivos sociológicos, como políticos, técnicos y económicos, las instalaciones de alumbrado artificial experimentaron un brusco crecimiento en intensidad y también en extensión. Podríamos decir que “el vaso se desborda”, que la luz se vierte fuera de sus espacios propios, e inunda la noche de resplandores y claridad. La Unión Astronómica Internacional denuncia que el incremento de luminosidad del fondo de cielo impide recibir información de los astros y que los observatorios se ven obligados a alejarse de las zonas densamente habitadas, con los consiguientes costes y dificultades. Poco mas tarde, los biólogos comienzan a observar que la luz proyectada hacia el cielo o los espacios naturales, causa trastornos a las aves migratorias, insectos, anfibios, mamíferos…es decir: a la fauna en general – y especialmente la de vida nocturna – y, como va descubriéndose, también a muchas especies vegetales. Además, toda esta luz que molesta y perjudica, implica un consumo energético innecesario. No se trata tan sólo de un malgasto energético: es además, un consumo de energías perjudicial.
Desde la perspectiva legal, a finales del Siglo XX comienzan a desarrollarse en diversos países leyes, reglamentos, ordenanzas…con la intención de contener y reducir este fenómeno. En España, la Ley del Cleilo del año 1988 es la primera disposición que hace referencia a esta problemática, pero afecta únicamente a la isla de La Palma y un sector de la de Tenerife, sede de importantes observatorios astronómicos de carácter internacional. Cataluña es la primera autonomía española en dotarse de una Ley –año 2001 – y también la primera en desplegar su Reglamento – año 2005 -. En estos momentos, las comunidades de Baleares y Navarra disponen ya de su ley en esta materia, mientras que otras comunidades la están desarrollando y existe una propuesta al Senado para desplegar una ley de ámbito estatal.
Estamos, entonces, en la fase inicial de su aplicación y, como era previsible, plantea una polémica de carácter público que hasta el momento había llegado sólo a ámbitos profesionales. En ambos casos, sin embargo, es a mi parecer, una polémica mal planteada.
Parece existir una opinión muy generalizada que interpreta que la protección del medio nocturno significa apagar luces, y no es así. La sociedad actual necesita del alumbrado artificial para su actividad, su seguridad, su confort y su satisfacción. No se trata de no iluminar, sino de iluminar bien. Por ejemplo: ¿que hace la farola de la imagen, invadiendo la privacidad de su entono, aparte de desperdiciar energía y molestar a los vecinos? O bien, ¿quién paga los kilowatts/hora necesarios para la indeseada iluminación?
Estas son las luces que el reglamento debe reglamentar y reformar, no las que iluminan espacios que necesitan luz, en los cuales la iluminación debe existir y con nivel suficiente para su función y decoración. Porque es compatible aprovechar espacios con iluminación suficiente sin perjudicar el medio nocturno. No representa un coste superior y, además, se ahorra consumo energético. ¿Quién tiene la culpa de esta percepción equívoca del problema? Como siempre, la administración: era algo tan previsible que ya la ley del año 2001 planteaba el desarrollo de una labor pedagógica y de información que hasta el momento no se ha producido. Me gustaría que los que relacionan reglamento con oscuridad, pudiesen visitar la Isla de La Palma. Allí, debido a la existencia de importantes observatorios astronómicos, se aplica un reglamento mucho más estricto y exigente que el nuestro, y no por ello el turismo ha dejado de acudir, ni se ha reducido la vida nocturna, ni hay una especial problemática de seguridad ciudadana; al contrario, se ha generado una nueva fuente de turismo atraída por la pureza de su cielo nocturno. El alumbrado cumple todas sus funciones sin contaminar. Y resulta más barato.
Vemos, entonces, que astrónomos y ecologistas sufren las consecuencias de la expansión de la contaminación lumínica. ¿Y los ingenieros? Nosotros somos generalmente los responsables del proyecto y gestión de las instalaciones de iluminación, y hemos de poner en consideración que la influencia de nuestra acción profesional no se limita a la zona que debe iluminarse y a sus usuarios (peatones, conductores, deportistas, espectadores, ...), sino que llega a otros ámbitos, algunos tan lejanos que las estrellas. Las reacciones se pueden plantear de dos maneras. Por una parte, la iluminación es beneficiosa para la sociedad humana. No la podemos limitar porque unos señores quieran ver las estrellas o molesten a los animales del bosque. Por otra parte, ¿es técnicamente posible reducir la contaminación lumínica? Si, y además, fácilmente. ¿Aumenta el coste de alumbrado? No, al contrario, economiza energía. ¿Qué beneficios reporta? Ninguno, y en cambio perjudica los otros. ¿Quién produce y paga la producción de contaminación lumínica? Mi instalación. Entonces, ¿Qué gano con esto? Nada. Entonces, perdón, ¿por qué demonios sigo contaminando? ¿por qué perjudicar a otros y a nosotros mismos, cuando es simplemente aplicar pequeñas soluciones? Para cualquiera de las dos actitudes, somos generalmente los ingenieros quienes hemos de enfrentar esta problemática. Y, está claro, el tema no es tan sencillo: surgen problemas en la aplicación de un reglamento de contaminación lumínica: luminarias ya existentes que se deben reformar, con la correspondiente y necesaria inversión; iluminación innecesaria o excesiva que habría que limitar, pero ya sabemos cómo es de difícil renunucair a eso que tiene; y, seguramente, unos cuantos más.
Sobre todo esto se pueden discutir los términos, la tolerancia, las ayudas económicas... en definitiva, dialogar. Pero lo que no tiene ningún sentido es seguir haciendo mal las cosas -continuar malgastando energía o perjudicando el medio ambiente y también a los seres humanos- cuando se puede evitar fácilmente. Hace pocos días, en una entrevista, preguntaban al Sr. José Montilla, Ministro de Industria, si prefería la luz eléctrica o la de las estrellas, y su respuesta fue: "Depende, una es necesaria para trabajar, pero para pasear prefiero las estrellas". Sabiduría.
Con todo esto, la pregunta es: ¿es perfecto el reglamento? Bueno, tampoco tanto. El reglamento tiene aspectos equivocados, algunas incorrecciones y, desde el punto de vista técnico, alguna otra barbaridad inexcusable, fruto -parece- de la tozudez. Pero es igual, aquí está. La herramienta de la que disponemos, imperfecta como todos los reglamentos, espera que su aplicación práctica la polemice y la matice, o la inutilice totalmente. Y esto es lo que hace mal, porque sinceramente -y deseo equivocarme- no aprecio interés ni impulsos por parte de sus directos responsables por esta aplicación tan necesaria. Muchos municipios tienen como única información una carta con la fecha de su aprobación. Éstos intentan aplicarlo y no reciben información, ayuda o soporte; la zonificación que se habría de haber comunicado no existe, ni hay procesos de homologación, etc. Ya se sabe que no se puede llegar a todo a la vez, pero es claro que con una dedicación de recursos que no llega al 1% del posible ahorro de facturación energética, no se llegará a mucho.
Así entonces, continuamos. Una vez más cae e nuestras manos la tarea de aplicar un reglamento para el bien común, y en el cual creemos. Pero no viene acompañado de medios, recursos, ayudas, soporte... Esta vez también seremos capaces de salir adelante.