Procrastinar no es perder el tiempo, es huir del malestar: una mirada emocional al aplazamiento laboral

Procrastinar no es perder el tiempo, es huir del malestar: una mirada emocional al aplazamiento laboral

En el mundo del trabajo actual, donde la productividad se mide al segundo y el cumplimiento de plazos es un valor cardinal, la procrastinación suele leerse como un pecado capital.
6 juny 2025

Redacción

Se la asocia con la pereza, la desorganización, la falta de disciplina o incluso la incompetencia profesional. Esta visión moralizante del aplazamiento ha alimentado una industria de soluciones rápidas: desde agendas milagrosas hasta apps de bloqueo de distracciones, pasando por talleres exprés de “gestión del tiempo”. Sin embargo, investigaciones recientes en el campo de la psicología sugieren que la procrastinación es mucho más que una mala administración del reloj: es, fundamentalmente, un problema de regulación emocional.

Tal como señalan Sirois y Pychyl (2013) en su influyente artículo “Procrastination and the Priority of Short-Term Mood Regulation: Consequences for Future Self”, la procrastinación no ocurre porque las personas no sepan organizar sus tareas, sino porque intentan evitar emociones negativas asociadas a ellas: ansiedad, miedo al fracaso, aburrimiento, autocrítica. Es decir, se trata de una estrategia de afrontamiento emocional, no de una disfunción ejecutiva. Aplazar no es tanto una elección racional como una forma (inconsciente muchas veces) de protegerse del malestar que genera encarar ciertas actividades.

Esta reinterpretación tiene profundas implicancias en el ámbito laboral. Si el origen de la procrastinación no está en la falta de habilidades de planificación, sino en el intento de gestionar emociones difíciles, entonces las intervenciones tradicionales centradas en el tiempo (listas de tareas, priorización, técnicas Pomodoro) resultan incompletas. Peor aún, pueden aumentar la culpa, la autopercepción negativa y el estrés, generando un círculo vicioso donde cada aplazamiento refuerza la angustia, y esa angustia retroalimenta el siguiente aplazamiento.

En los entornos laborales actuales, donde el multitasking y la hiperexigencia son moneda corriente, no es raro que las tareas más demandantes en términos emocionales —como redactar un informe crítico, enfrentar una reunión compleja o tomar decisiones difíciles— sean postergadas precisamente porque nos enfrentan a sentimientos de insuficiencia, vulnerabilidad o presión. La procrastinación se vuelve entonces una forma silenciosa de proteger la autoestima momentáneamente, aunque el costo a largo plazo sea mayor: acumulación de trabajo, deterioro del rendimiento, conflictos interpersonales o incluso problemas de salud mental.

En este sentido, es importante entender que el trabajador que procrastina no es alguien que “no quiere” hacer su trabajo, sino alguien que “no puede” regular adecuadamente las emociones que ese trabajo le despierta. Y esta diferencia es crucial para abordar el problema desde una perspectiva más empática y efectiva.

Organizaciones que comprendan este fenómeno pueden promover culturas laborales más seguras emocionalmente, donde no se castigue el error, se fomente la comunicación abierta, se valide la incertidumbre y se proporcionen herramientas no sólo para la gestión del tiempo, sino para la gestión del malestar. Esto puede incluir entrenamientos en autocompasión, sesiones de acompañamiento psicológico, revisión de cargas laborales excesivas y desarrollo de habilidades de afrontamiento emocional.

También es necesario cuestionar ciertos entornos laborales que potencian la procrastinación, al combinar estructuras rígidas, alta vigilancia, baja autonomía y exigencias ambiguas. Como señala Tim Pychyl, uno de los principales investigadores del tema, “cuando no hay espacio para la autonomía, la procrastinación florece”. El control excesivo, paradójicamente, produce evasión. En cambio, generar espacios donde las personas puedan decidir con cierta libertad cómo y cuándo realizar sus tareas, aumenta el sentido de responsabilidad y reduce el aplazamiento.

Otro punto crítico es cómo las propias culturas organizacionales refuerzan el perfeccionismo y el miedo al fracaso, dos factores directamente vinculados con la procrastinación. El trabajador que teme ser juzgado por cada decisión o que internaliza expectativas imposibles, tiene muchas más probabilidades de posponer tareas que lo exponen al juicio o al error. Por eso, abordar la procrastinación requiere también revisar los estándares de desempeño, las dinámicas de liderazgo y las narrativas sobre éxito y fracaso.

Comprender que la procrastinación no es un “vicio personal” sino un síntoma emocional —y muchas veces estructural— cambia radicalmente la forma en que la abordamos desde la prevención laboral. Deja de ser un problema individual que debe resolverse en soledad para convertirse en una responsabilidad compartida: del trabajador, sí, pero también del entorno que lo rodea, de la cultura que lo forma y de las condiciones que lo afectan.

Frente a este paradigma, el objetivo no debería ser “dejar de procrastinar” a toda costa, sino generar contextos donde el trabajo no despierte emociones tan negativas que sea necesario huir de él. Y esto implica cuidar no sólo el qué y el cuánto, sino también el cómo y con qué apoyo se trabaja.

Te proponemos algunas preguntas para el debate:

  1. ¿Por qué en los entornos laborales se sigue abordando la procrastinación como un problema de organización y no como una reacción emocional?
  2. ¿Qué papel juegan el liderazgo y la cultura de empresa en la generación de emociones que favorecen el aplazamiento?
  3. ¿Podría una mayor autonomía laboral disminuir los niveles de procrastinación crónica?
  4. ¿En qué medida el perfeccionismo y el miedo al juicio inhiben el inicio de tareas en el trabajo?
  5. ¿Deberían incluirse enfoques de gestión emocional dentro de los programas de prevención de riesgos psicosociales?
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