Cuando la resiliencia se vuelve tóxica: el peligro de adaptarse a sistemas laborales insostenibles

Cuando la resiliencia se vuelve tóxica: el peligro de adaptarse a sistemas laborales insostenibles

La resiliencia ha sido, durante años, una palabra mágica en el vocabulario del desarrollo personal y organizacional.
4 juny 2025

Redacción

En libros de autoayuda, programas de formación corporativa y campañas institucionales de bienestar, se la presenta como una virtud cardinal: la capacidad de sobreponerse a la adversidad, de mantenerse firme ante las presiones y de seguir adelante sin quebrarse. Pero, ¿qué ocurre cuando la resiliencia, en lugar de empoderar, se convierte en un instrumento para perpetuar condiciones laborales y de vida profundamente injustas? ¿Y si lo que se espera de las personas no es que transformen su realidad, sino que aprendan a soportarla, por más destructiva que sea?

En un reciente artículo publicado en Psychology Today, la doctora Joan C. Williams advierte sobre esta peligrosa paradoja. Bajo el título “How to Stop Bouncing Back Into Broken Systems” (“Cómo dejar de rebotar hacia sistemas rotos”), Williams señala una verdad incómoda: muchos de los factores que causan sufrimiento psicológico no son resultado de una falta de fortaleza individual, sino de entornos estructuralmente dañinos. Esta reflexión resulta especialmente relevante para quienes trabajamos en prevención de riesgos laborales y salud ocupacional. La resiliencia, lejos de ser siempre una solución, puede convertirse en un mecanismo de adaptación que impide el cambio estructural.

Numerosos estudios han demostrado que los entornos de trabajo tóxicos, caracterizados por altas exigencias, bajo control, escaso reconocimiento y cultura del presentismo, son factores determinantes del estrés crónico, el burnout y otras formas de sufrimiento mental. En lugar de abordar estas causas sistémicas, muchas veces se opta por programas de “gestión del estrés” centrados en el individuo: mindfulness, coaching, meditación, yoga. Aunque estas prácticas pueden tener beneficios, su implementación aislada corre el riesgo de reforzar un mensaje preocupante: si no puedes con la presión, el problema eres tú.

Este desplazamiento de la responsabilidad desde lo estructural hacia lo individual tiene consecuencias profundas. Por un lado, invisibiliza las verdaderas fuentes del malestar. Por otro, instala una cultura del silencio y la autoexigencia, donde pedir ayuda o cuestionar las condiciones laborales puede ser interpretado como una falta de carácter. Así, la resiliencia se transforma en una exigencia más, y no en un recurso genuino de cuidado.

Desde el ámbito de la prevención laboral, es urgente revisar cómo se están utilizando los conceptos asociados al bienestar psicológico en las organizaciones. Como advierte también Jonathan Malesic, autor de The End of Burnout, “cuando se exige a las personas que sean resilientes en contextos que las están destruyendo, no se está promoviendo su salud mental, sino su autoaniquilación paulatina”.

La resiliencia, en su sentido más genuino, implica la capacidad de resistir y transformar el entorno. No se trata de aguantar lo inaguantable, sino de generar estrategias colectivas para enfrentar la adversidad sin perder la dignidad. Esto requiere políticas laborales justas, líderes conscientes, condiciones materiales dignas, y marcos normativos que prioricen el bienestar de las personas por sobre la productividad sin límites.

En este contexto, es fundamental recordar que muchas de las causas del sufrimiento laboral no son “problemas mentales” individuales, sino consecuencias lógicas de sistemas laborales enfermos. La precariedad, la sobrecarga, la inseguridad contractual, el desequilibrio entre vida y trabajo, no se resuelven con meditación guiada, sino con derechos, organización y justicia social.

Algunas empresas, conscientes de este riesgo, están empezando a revisar sus programas de bienestar y enfocarse más en rediseñar sus prácticas laborales que en “fortalecer” a sus empleados para soportarlas. Esto incluye medidas como limitar la jornada laboral, ofrecer mayor autonomía, garantizar descansos reales, fomentar el reconocimiento horizontal y revisar de forma crítica las políticas de gestión del desempeño.

En conclusión, promover la resiliencia sigue siendo importante, pero debe hacerse desde una ética del cuidado colectivo y no desde la exigencia de adaptación individual. El bienestar real en el trabajo no se alcanza pidiendo a las personas que “sean más fuertes”, sino construyendo entornos que no las quiebren. En vez de enseñar a las personas a sobrevivir en sistemas rotos, deberíamos trabajar juntos para repararlos o, cuando sea necesario, reemplazarlos.

Nos interesa tu opinión:

  1. ¿De qué manera las políticas de bienestar laboral pueden caer en la trampa de individualizar problemas estructurales?
  2. ¿Es posible hablar de resiliencia colectiva en el ámbito del trabajo? ¿Qué implicaría eso?
  3. ¿Dónde está el límite entre el empoderamiento personal y la normalización de la precariedad?
  4. ¿Qué rol deberían jugar los sindicatos y los servicios de prevención ante la “resiliencia institucionalizada”?
  5. ¿Podría ser la resiliencia un concepto útil si se redefine desde una perspectiva crítica y transformadora?
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