¿Hacia un mundo de empresas con plantillas más pequeñas?

¿Hacia un mundo de empresas con plantillas más pequeñas?

"En 2007, las empresas con mayor capitalización bursátil del mundo eran organizaciones que daban empleo a varios millones de personas. Doce años más tarde, las cinco empresas con mayor valor del mundo son empresas tecnológicas y que se distinguen por tener unas plantillas ajustadas en número y con un altísimo grado de especialización." José Varela, Responsable de Digitalización en el Trabajo de UGT
10 juliol 2019

No se descubre nada cuando se afirma que uno de los principales objetivos de cualquier empresa es la reducción de costes; y en especial de costes laborales. Se trata de una máxima económica común a cualquier balance empresarial: una menor ratio de costes laborales maximiza los beneficios.

Pero este uso común está comenzando a alcanzar cotas nunca vistas hasta ahora, como consecuencia de eficiencia productiva que consiguen las nuevas tecnologías digitales. Veamos algunos ejemplos: en 2007, las empresas con mayor capitalización bursátil del mundo eran empresas que daban empleo a varios millones de personas (ExxonMobil, General Electric, PetroChina, Royal Dutch). En el presente, doce años más tarde, las cinco empresas con mayor valor del mundo son empresas tecnológicas y que, si por algo se distinguen, es por tener unas plantillas ajustadas en número y con un altísimo grado de especialización. Si nos retrotraemos algo más en el tiempo, las diferencias aún son más elevadas: los tres principales fabricantes de automóviles sumaban 1,2 millones de empleos en los EEUU a inicios de la década de los 90. En 2014, con una capitalización bursátil exactamente igual, el top 3 de tecnológicas daba empleo en EEUU a…137.000 personas.

Yendo a ejemplos concretos: mientras Facebook vale un 50% más que Exxon (407.000 millones de euros vs. 298.000), emplea a mitad de personas (35.600 vs. 69.000); Boeing emplea a más de 150.000 en todo el mundo. Sin embargo, su valor bursátil es tres veces menor que Google, que da trabajo a menos de 100.000. Además, este fenómeno no se restringe a términos de capitalización, que pueden aglutinar más condicionantes que el puro factor trabajo, sino que se extiende al número de clientes/usuarios. Y aquí nos encontramos con otros ejemplos reveladores: Telefónica maneja del orden de 340.000 millones de clientes/líneas en el mundo, y da empleo a 122.000 personas. WhatsApp, recordemos, propiedad de Facebook, gestiona más de 1.500.000 millones de usuarios…con 120 empleados.

A la luz de estos datos, parece evidente que estamos ante un cambio de paradigma. Las empresas más ricas ya no son aquellas que más trabajo dan. De hecho, hay estimaciones que aseguran que en los últimos 30 años creamos un 85% más de bienes con un 33% menos de empleos. Un modelo que tenderá a exacerbarse como consecuencia de los procesos de automatización y digitalización del empleo. La primera conclusión es inmediata: las empresas cada vez generarán menos empleo.

Una segunda derivada de esta tendencia es la polarización por cualificaciones; es decir, a que la destrucción del empleo se concentre en las cualificaciones del tipo medio, asociadas a las clases medias clásicas, mientras que la creación se restringiría a altas cualificaciones y, en mucho menor medida, a las cualificaciones bajas. Tampoco se trata de un fenómeno reciente: la OCDE ha detectado que entre 1995 y 2015 España destruyó un 13,6% de empleo con capacidades intermedias, mientras creaba un 10% en altas y un 3,4% en bajas. De dicho porcentaje de cualificaciones intermedias, casi todo el empleo perdido correspondía a trabajo con una gran carga de actividades rutinarias. La segunda conclusión también parece evidente: nuestro mercado de trabajo se polarizará hasta el punto de vaciar las clases medias de forma muy ostensible; tendremos a muchos trabajadores sin empresas donde colocarse.

La conjunción de ambas realidades – menor empleo y muy polarizado- somete a nuestro sistema económico, social y laboral a un nuevo paradigma, desconocido hasta la fecha y con severos riesgos añadidos. Nuestro régimen de redistribución de la riqueza, de tributación y contribución a las arcas públicas, y por tanto, de financiación de servicios públicos, y la sostenibilidad de nuestro sistema de pensiones, se ven amenazados de raíz. Y no es difícil deducir las consecuencias sociales de una disrupción de tal calibre. De hecho, nuestro Consejo Económico y Social, en su Informe sobre la Digitalización de la Economía, ya ha alertado sobre esta eventualidad: “el trabajo está perdiendo centralidad como mecanismo de organización económica y distribución de la renta”.

Por tanto, es imperioso comenzar a prepararse para un futuro en el que las empresas ya no tienen la necesidad de contratar mano de obra intensiva, en donde la tecnología hará una gran parte de las tareas que hacíamos los humanos y en donde, por lo general, solo habrá dos tipos de trabajos: de alta y baja cualificación.
Para enfrentarse a este desafío, no quedará otra opción que adoptar medidas, quizás hasta ahora poco factibles, pero que se antojan ya imprescindibles. Tendremos que redistribuir la riqueza por métodos alternativos a las retribuciones salariales y las cotizaciones sociales. Nos veremos obligados a implementar nuevos métodos de recaudación fiscal que sostengan nuestro Estado del Bienestar. Debemos replantearnos, a la luz de este nuevo contexto, conceptos como la destrucción creativa de Sombart y Shumpeter o si convertimos a la falacia sobre de la porción del trabajo en una necesidad social y económica. También, en cómo reorientamos el vaciamiento masivo de algunos sectores productivos, balanceando el empleo hacia actividades centradas en la cercanía y la humanidad (dependencia, educación, salud, transición ecológica).

Se trata de gobernar, acomodar y pilotar esta transición, no de que la tecnología, la competitividad y los mercados la manejen a su antojo, de forma desequilibrada y sin contrapesos sociales. Nos toca, a todos, anticipar las consecuencias, preparar a nuestra fuerza de trabajo y construir redes de seguridad parar aquellos que no puedan superar este proceso. Se trata, en definitiva, de demostrar si hemos aprendido las lecciones de revoluciones anteriores y somos capaces de conducir esta transición hacia una prosperidad para todos, en donde no haya vencedores y vencidos.

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