El totalitarismo positivo
El totalitarismo positivo
Con una tan silenciosa como peligrosa normalidad, se ha terminado por imponer una pedagogía social que aboga por rastrear obsesivamente «zonas erróneas» en nuestro desarrollo y funcionamiento psíquico. La tristeza, la frustración o la indignación se condenan y señalan como emociones «negativas», así consideradas por el establishment del pensamiento positivo, como si no tuvieran un papel adaptativo central y del todo fundamental en nuestra maduración psicológica y social.
Desde diversos promontorios presuntamente científicos se nos insta de continuo a «gestionar» este tipo de emociones para no dejarles un espacio que, a juicio de la psicología positiva, debería estar ocupado por otras emociones como la felicidad, la gratitud o la esperanza, que –nos dicen– conducen al éxito, al crecimiento y al progreso personal. La pregunta que deberíamos hacernos, como individuos inscritos en una sociedad y en una cultura determinadas, es si este régimen emocional totalitario de lo positivo no esconde la imposibilidad de subvertir el statu quo que permite que ciertas injusticias, malestares y desigualdades se mantengan e incluso adquieran mayor hondura y protagonismo.
Con la introducción y establecimiento de las políticas económicas liberales en la sociedad occidental a lo largo del siglo XX, el único indicador de desarrollo y bienestar ha estado –y está– ocupado por el PIB: una mayor renta per cápita, nos aseguran, repercute en un mayor bienestar de las sociedades. Sin embargo, esta visión exclusivamente economicista de la realidad ha alterado y repercutido de forma decisiva en nuestra manera de explicar y comprender el bienestar de los sujetos. En primer lugar, «la sociedad» es un constructo teórico que deja fuera los casos particulares, obviando y olvidando los problemas y tesituras singulares de los individuos; así las cosas, se trazan políticas sociales y económicas que sólo se centran en la escalada económica en términos macro. Además, y en segundo lugar, esta narrativa meramente economicista ha desembocado en la falacia de que nuestra esfera personal y nuestro bienestar como ciudadanos puede ser dirimida de igual forma que la esfera de lo económico, lo que ha introducido todo un léxico economicista a la hora de referirnos a nuestra salud psicológica (progresar, gestionar, sacar provecho, rentabilizar y un larguísimo etcétera).
«Si no existen la tristeza, el enfado o el sufrimiento, estaremos erigiendo un caldo de cultivo perfecto para impedir una sana y necesaria disidencia frente al malestar»
No se trata de condenar ciertas políticas económicas, sino de pensar qué tipo de efectos tiene en nuestras vidas singulares el hecho de considerarlas en exclusiva desde un punto de vista económico. En programas televisivos de tertulia política, noticieros y diarios de todo signo se habla con perfecta naturalidad de la necesidad que tiene el «sistema económico» de crecer sin descanso, de acumular riqueza y bienes, de explotar recursos o de que aumente la natalidad. Por extensión, la tiranía del crecimiento ha colonizado nuestro espacio psicológico, y una cierta ley de hierro no escrita nos dicta que a mayor prosperidad económica cabe esperar un mayor bienestar ciudadano. Los datos sociológicos, sin embargo, vienen a desmentir continuamente esta tesis, y desde la crisis económica de 2007-2008 se ha comprobado en numerosas ocasiones cómo un crecimiento de la economía estatal, continental o incluso mundial no redunda necesariamente en el bienestar (económico, emocional, psicológico, laboral) de la ciudadanía y que, incluso, la política del «crecentismo» ahonda las desigualdades sociales entre los que más tienen y los más desfavorecidos.
En paralelo, no son pocos los gurús del pensamiento positivo que se refieren a nuestro universo psíquico como «capital emocional». Y no por casualidad. De igual forma que para aumentar el capital financiero se requiere una política económica fundada en el crecimiento constante, también para beneficiar nuestro capital emocional debemos ajustarnos a una regla básica: todo lo que presuntamente hace entrar «en recesión» a nuestro psiquismo (las ya mencionadas y denominadas «emociones negativas») debe ser extirpado de nuestro universo emocional. Este proceder esconde una lógica totalitaria fatal para nuestro bienestar psicológico y, aún más, para nuestra salud social. Y es que si no existen (porque se soslayan o persiguen) la indignación, la tristeza, el enfado, el sufrimiento o el sentimiento subjetivo de soledad, estaremos erigiendo un caldo de cultivo perfecto para impedir una sana y necesaria disidencia frente a los malestares e injusticias de nuestro tiempo histórico.
Porque son justamente esas emociones llamadas «negativas» las que nos indican que algo no va bien en nuestra vida o en el devenir ciudadano y social. Más aún: son esas emociones negativas las que nos unen y hermanan en nuestras desavenencias y nos empujan a luchar por una posible mejora. Son esas emociones las que amparan nuestro legítimo derecho a delimitar y poner nombre a las realidades que crean y promueven ciertas lacras de nuestro presente. Son esas emociones negativas las que, en fin, no nos presentan la injusticia y el malestar como calamidades o infortunios (divinos, sistémicos, trascendentes) que no podemos solucionar, sino como sucesos que debemos afrontar individual y comunitariamente. Sin la facultad para encontrarnos mal perdemos nuestra facultad para denunciar, cívicamente, las iniquidades contemporáneas. Son esas emociones negativas las que permiten tomar conciencia de nuestras necesidades para fomentar las vehicular las pertinentes reivindicaciones (económicas, políticas, jurídicas). Son esas emociones, en definitiva, las que permiten el despliegue de un irremplazable proceso de concienciación que vaya de abajo arriba, de manera que no se imponga de arriba abajo cómo debemos sentir(nos).
Concluyo con un fragmento de una de las muchas y clarividentes cartas de Simone Weil en La condición obrera: «Lentamente, en el sufrimiento, he reconquistado, a través de la esclavitud, el sentimiento de mi dignidad de ser humano […]. Y en medio de todo esto [se refiere a su experiencia en la fábrica], una sonrisa, una palabra de bondad, un instante de contacto humano tienen más valor que las amistades más íntimas entre los privilegiados. Sólo ahí puede saberse lo que es en verdad la fraternidad humana».
No se trata de romantizar el sufrimiento, sino –como escribió Weil– de «reconquistarlo» para no hacerlo propio ni endémico de una clase social determinada. Para poner las condiciones que permitan comunicarlo y, en última instancia, intentar mitigarlo.