¿Necesitamos descansar de nosotros mismos?
¿Necesitamos descansar de nosotros mismos?
«Sucede que me canso de ser hombre», relataba Pablo Neruda en el poema Walking Around, uno de todos aquellos que forman parte del libro Residencia en la Tierra, donde el escritor exploraba el cansancio y la desidia de sentirse atrapado en la rutina de una sociedad que parece indiferente ante el vacío de nuestra propia existencia.
Todos nos hemos sentido desafectados en algún momento de nuestras vidas y, sin embargo, parece que aburrirse no deja de ser una imposibilidad en nuestra realidad nacional. Los datos del INE ratifican que España ha alcanzado la mayor tasa de pluriempleo desde el año 2008. Para ser exactos, 548.000 ciudadanos tienen actualmente varios trabajos. Y los tienen por dos motivos principales. El primer motivo es económico: tener un empleo ya no garantiza llegar a fin de mes; se trata del nuevo perfil socioeconómico que asedia las conocidas colas del hambre. Hasta 13 millones de personas podrían estar en riesgo de exclusión, según la Red Europea de Lucha contra la Pobreza. El segundo motivo, en cambio, es un asunto de conciliación.
Este mismo contexto llamado España sigue escupiendo testimonios que denotan lo complejo de las estructuras productivas y sociales. Hoy, por ejemplo, asistimos a la constante escalada en materia de absentismo laboral, con cifras que se elevan hasta el 12%. Según el informe elaborado por Randstadt en colaboración con el INE, un 22% de los trabajadores situados dentro de estas cifras ni siquiera justifica su ausencia.
La productividad del malestar
Descifrar los datos de productividad en relación con el bienestar personal y social es una ardua tarea, especialmente cuando España cuenta con una de las tasas de productividad más bajas de las grandes potencias del euro, justo siete puntos por debajo de la media de la Unión Europea (y que según Eurostat no repunta de la base de 100 puntos de referencia europea desde, al menos, 2005). ¿Cuán unida se encuentra esta tasa a nuestro malestar, paradójicamente cada vez más alto?
¿Hasta qué punto la vulnerabilidad estructural de algunos colectivos amenaza no sólo su propia viabilidad, sino su capacidad de decisión?
Las sociedades son estructuras de comportamientos organizados que nos permiten interactuar diariamente con cierto automatismo, razón por la cual muchas de nuestras rutinas diarias se producen «sin pensar». Día a día, asumimos distintos roles que permiten mantener el orden social que protege la comunidad. Por eso, si nos preguntamos acerca de la necesidad de tomar un respiro de nuestras rutinas u «oxigenarnos de nosotros mismos», la respuesta podría bifurcarse según el ángulo que juegue cada uno en el complejo tablero social. No sería ninguna exageración decir que parte de las múltiples decisiones que tenemos que tomar a diario podrían suponer una verdadera carrera de obstáculos para aquellos colectivos más vulnerables, marcando doblemente su propia desventaja. ¿Hasta qué punto la vulnerabilidad estructural de algunos colectivos amenaza no sólo su propia viabilidad, sino que merma su capacidad para tomar decisiones? Están, en resumen, ante la «falacia» de la igualdad de oportunidades.
El año que se acerca no será menos intenso que los anteriores, con múltiples desafíos que atestiguan el marcado carácter de incertidumbre en el que habitamos. El nuevo rendimiento productivo parece afrontar la necesidad de aceptar que la incertidumbre es parte de nuestra rutina. Durante años, han sido muchas las voces relevantes que han denunciado la incongruencia de habitar un planeta, una vida, una rutina y unas tareas sin ser habitadas realmente. Es el caso de La sociedad del cansancio, de Byung-Chul Han, donde se señala –junto a tantos otros ensayos– la necesidad de «producir» al son de la vida y no en contra de esta. Es decir, de apostar por la adaptabilidad constante como antídoto a una vida de felicidad tóxica acrecentada por un ritmo productivo que no se puede entender como progreso si este nos hace consumir psicofármacos (para poder, precisamente, producir hasta la extenuación).
Asimismo, es probable que cada vez destaque más el valor de la comunidad en una sociedad que se ha visto marcada por el auge del yo, especialmente tras la capacidad del canal digital de erigirse en fuente de auto empleo. Cada vez parece más necesario empoderar el valor de la inteligencia colectiva que resulta de la comunidad para combatir los altos ratios de soledad y las terribles cifras que resquebrajan una salud mental abatida por el estrés, la ansiedad y la desafección.
El 2023 ofrece la oportunidad de marcar un punto y aparte no solo a la hora de adaptar la personalización de las estructuras laborales, sino también a la hora de abogar por la autenticidad que alberga la diversidad humana. Se trata de la oportunidad de articular una productividad saludable (es decir, una que no cae ni peca en tóxicas falacias de felicidad corrosiva sujetas a los delirios de las audiencias digitales, que miden el valor del éxito en volumen de likes y menciones). La productividad no es –o no debería ser– sujeto de audiencia, sino de justos equilibrios vitales –comenzando por nosotros mismos– frutos de cadenas de valor saludables; sólo así generaremos un crecimiento sostenido y sostenible.
El ser humano tiene que agotarse porque es parte de su propia naturaleza. La inquietud, el aburrimiento, la búsqueda de la mejora diaria, la ilusión del encuentro de lo nuevo y la expansión de aquel que evoluciona no tiene que resultar ajeno a nuestro día a día. Nuestra naturaleza debe ser resistente, siempre y cuando se sujete al ritmo real vitalicio que impone nuestro equilibro integrado por cuerpo y mente. La vida es vida cuando se vive, y a veces vivir conlleva inquietud y agotamiento, pero no es ni mucho menos un síntoma insano; más bien todo lo contrario: no hay nada más saludable que cansarse de vez en cuando (al menos, esquivando una vida vacía).