Las competencias emocionales nos convierten en mejores profesionales

Las competencias emocionales nos convierten en mejores profesionales

Nadie puede ser mejor profesional que persona. Las competencias emocionales marcan la diferencia.
11 Octubre 2019

Leo una afirmación de Daniel Goleman que me lleva a reflexionar sobre cómo los profesionales nos comportamos en el ámbito del trabajo: “Nos contratan por nuestras capacidades intelectuales (y técnicas) y nos despiden por nuestras incompetencias emocionales”.

Además, en RRHHpress.com, un artículo hace referencia a un estudio de ManpowerGroup España. En él, leo: “(…) cada vez más, los directivos ponen de manifiesto una serie de déficits en las competencias “soft” o de empleabilidad, como pueden ser la motivación, la flexibilidad, la adaptabilidad al cambio o la capacidad de trabajo en equipo, por ejemplo. A pesar de que los conocimientos técnicos y la experiencia siguen siendo partes primordiales (…)”

Un poco más adelante, dice: “sin embargo, una parte considerable de los directivos entrevistados prevé actualmente escasas medidas para compensar la carencia de habilidades que ellos mismos han identificado (…)”

Si no las tenemos, las competencias que más caras nos salen son las que tienen que ver con la persona: cómo somos por dentro, cómo nos comportamos y proyectamos hacia fuera, cómo nos condicionan nuestros modelos mentales y sistemas de creencias. En definitiva, aquellas que son clave para relacionarnos con los demás, trabajar en equipo, liderar equipos y proyectos, y desenvolvernos con personas de todo tipo, edad y experiencia profesional.

Sobre esto hemos leído libros y más libros. Sin embargo, desde mi punto de vista —y puedo estar muy equivocado— es evidente que en gran medida seguimos en el mismo punto, en el tiempo y el espacio de la evolución del profesional, en el que seguimos estancados en gran medida. Adquirir una sólida formación y una experiencia adecuadas es cuestión de tiempo y oportunidades.

Pero algo complejo y que nos sigue incomodando es comportarnos desde la empatía y tender puentes de entendimiento. O desarrollar la capacidad de escucha para escuchar por debajo y más allá de las palabras dichas por otros. O crecer en emociones e inteligencia emocional para ir más allá en la calidad y calidez de las relaciones. O incorporar sistemas de comunicación para dejar al margen la triste dinámica del “ataque-defensa” en la que estamos inmersos. O ser conscientes de la propia forma en que nos expresamos/comportamos tomando conciencia de cómo impactamos en los demás con las palabras/acciones. O cómo acogemos la crítica o feedback.

Nos incomoda identificar las propias barreras mentales que nos construimos y en las que nos enjaulamos; nos incomoda la manera y ligereza en la que construimos etiquetas y emitimos juicios —los que tenemos sobre nosotros mismos y los que lanzamos sobre otros. Juicios y etiquetas que arrojamos como piedras, una y otra vez, sobre el de nuestros compañeros y sobre nuestro propio tejado. Todo esto nos incomoda, y por ello lo vamos dejando de lado, porque es un terreno muy complejo que nos revuelve por dentro.

Esto que, hoy por hoy, parece que debe ser aprendido, en realidad lo traemos de serie y ya lo sabemos, pues lo llevamos debajo de la piel desde que nacimos. Sin embargo, a medida que dejamos atrás el niño que somos, a medida que nos hacemos adultos —que viene de adulterar—, adulteramos el niño interior, rompemos algo natural y profundo que luego nos cuesta mucho revisar, volver a recomponer, poner en práctica y ejercitarlo día a día, de forma permanente.

¡Debemos cultivar y fomentar los “soft skills”!, es decir: empatía, inteligencia emocional, comunicación no violenta, liderazgo, capacidad de comunicación, capacidad de trabajo en equipo, capacidad de motivación, capacidad de aprendizaje, mente abierta, capacidad de dar y recibir críticas, actitud positiva, despliegue de coraje, transmitir confianza, capacidad de motivación, habilidad de escucha, desempeño desde los valores humanos, etc… ¿Vaya reto, verdad?

Tener la pared llena de títulos, diplomas y certificaciones enmarcadas es absolutamente inútil si mi incompetencia emocional me pone contra esa misma pared. Dicho con otras palabras, los conocimientos técnicos —la parte “hard”— nos igualan con otros profesionales antes o después en el mundo del trabajo. Hay miles de licenciados en derecho, empresariales, económicas, marketing; hay miles de ingenieros, arquitectos, médicos; encontramos miles de profesionales con masters de todo tipo y especialización por los que optar en cualquier proceso de selección o búsqueda de alta dirección; es razonablemente fácil cribar bajo los parámetros “hard”, sin embargo, las competencias emocionales —la parte “soft”—, esas que tanta falta hacen y tanto demandamos, son y serán las que siempre marcan y marcarán la diferencia.

En cualquier ámbito de nuestras vidas: social, particular o profesional, nos desenvolvemos sobre la base de la búsqueda de tres grandes parámetros de relación. Nos relacionamos con quien nos los inspira y nos los transmite. Tenemos el deber de aprenderlos (o desempolvarlos), desarrollarlos y ofrecerlos, ya que otros, con el mismo derecho que nosotros, también los querrán recibir. Esos tres parámetros son:

a) La confianza: Ofrecer garantía personal a la persona con la que te relacionas. Que tu histórico y tu experiencia te avalen. Como individuos debemos ser personas en las que se puede confiar, personas que transmitimos una garantía humana de buena capacidad de relación y capacidad de trabajo. Que nuestra palabra y nuestros actos transmitan veracidad.

b) Rectitud: Ofrecer unos comportamientos ajustados con la moral y los valores humanos, con sentido íntimo de honestidad y proyección de honradez para que seamos apreciados por nuestra coherencia, respetando los compromisos adquiridos –o sabiendo reformularlos buscando acuerdo y consenso–, siempre con limpieza de intención y sin dobleces fruto de conveniencias egoístas ocultas.

c) Actitud: Ofrecer un empuje y entusiasmo inspirador, generador del contexto propicio para una buena comunicación y entendimiento, para crear un espacio que favorezca una franca relación en la que nuestros interlocutores puedan expresarse y trabajar con libertad, todo ello impregnado de un positivismo constructivo que fomenta un espacio de calidez —siempre exigente en lo técnico— que permite que cada cual aporte lo mejor de sí mismo sin miramientos.

Nadie puede ser mejor profesional que persona. La manera de llegar a ser un gran profesional es ofreciendo nuestros sólidos cimientos “soft”, aquellos que sostienen nuestra intelectual parte “hard”.

Sólo cuando los ofrezcamos, los recibiremos. Es sencillo. Cuando yo doy, alguien recibirá de mí. Del mismo modo, también yo recibiré de alguien que da. La parte dura de esto es que son pocas las personas que se atreven a barnizar su quehacer profesional de semejante ejemplaridad de comportamiento a base de lo “soft”. Cualquiera de nosotros hemos flaqueado y nos hemos arrugado en numerosas ocasiones y hemos optado por ser más “hard” que “soft”. Recuerda que queremos trabajar en equipo, demandamos liderazgo y repetimos, una y otra vez, que debemos mejorar en comunicación —entre otras cosas.

Una persona se convierte en “un gran profesional”, cuando su parte “soft” acompaña al 100% a su parte “hard”. Es decir, cuando sus conocimientos técnicos van envueltos de confianza, rectitud y actitud de forma permanente. Desde ahí es desde donde nace el trabajo en equipo, la comunicación, el liderazgo, motivación, etc. Justo las competencias que más caras nos salen cuando flojeamos en ellas.

Todo lo que sea ignorar esto ensombrece nuestro desempeño como profesionales, y nos convierte en mediocres antes o después. Por mucho conocimiento y experiencia que tengamos, ¿de qué nos sirve si maltratamos y maldecimos a compañeros, jefes, colaboradores y clientes?

No se trata de ser el abnegado empleado o de ser el sacrificado directivo, se trata de tener presente que allá donde tengamos que realizar un trabajo, con mayor o menor responsabilidad, lo hagamos poniendo nuestro mejor conocimiento, pero sobre todo nuestra mayor responsabilidad humana y la más limpia intención interior de respeto y trato hacia las personas con las que trabajamos. Es decir, desplegar la parte humana que más ayuda a otras personas a que desplieguen lo más humano de sí mismas y entre todos afrontar el proyecto, trabajo, reto o desafío que requiere el aporte de conocimiento y experiencia de todos.

Hagamos un breve ejercicio de toma de conciencia de nuestros comportamientos “soft” en este sentido:

—¿Cuánto reconocimiento y aprecio te gusta recibir, el 100%?, ¿y cuánto reconocimiento y aprecio ofreces, supera el 10%?
— ¿Te gusta que te digan las cosas bien, con buen tono y en buena actitud?, ¿y tú, podrías mejorar en tu estilo y manera en que las dices?
— ¿Te gusta que te dejen con un “no” o un “eso está mal” y ya está, o agradeces una visión alternativa y positiva para poder aprender y adquirir experiencia?
—¿Cuándo te sientes utilizado te molesta?, ¿y cuántas veces has utilizado tú a alguien para lograr tus objetivos?

Es el momento de cuidar el estado de ánimo de tus compañeros, de tu equipo y de tu jefe… y también del tuyo; y de exigirles mucho, y a ti mismo/a, también; pero esta exigencia, debe llevarse a cabo desde la responsabilidad de fomentar y desarrollar una rectitud ejemplar.

No pidas lo que no ofreces. Una actitud que motive, que llame la atención por la forma en que cala y toca a los demás, una actitud que ilusiona y la garantía de una confianza que aglutina, que da seguridad y que invita a que todos despleguemos el mejor “soft” que hay dentro de nosotros en beneficio del equipo del que formamos parte.

Cuando ofreces y recibes respaldo —competencias “soft”— en la dificultad, para que des el máximo, contribuyes a que aflore su talento y el tuyo. ¡Esto requiere de humildad y generosidad! Competencias “soft”, lo que a la vez es muy “hard”, de duro.

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