Psicópatas de cuello blanco
Psicópatas de cuello blanco
Si Pensamos en un psicópata, nos viene a la cabeza la imagen de un asesino en serie. Sin embargo, hay muchos más psicópatas que asesinos en serie. Sujetos maquiavélicos en sentido estricto. Se atribuye a Maquiavelo la frase “El fin justifica los medios”. Además de escritor, el autor de El Príncipe era filósofo y diplomático. Estaba situado en la primera línea de las altas esferas, donde se libraban las luchas políticas sin cuartel en las que se decidía quién ocuparía qué trono o quién portaría el Anillo del Pescador. Maquiavelo fue un gran observador de aquellos que movían los hilos del mundo pero rara vez se manchaban las manos de sangre.
Es sencillo hablar de maldad y psicopatía cuando nos referimos a personajes situados en el límite de la sociedad: el asesino de niños indefensos, el alto ejecutivo que se llena los bolsillos a costa de personas que trabajan en condiciones infrahumanas a 10.000 kilómetros de distancia o el político que encuentra armas de destrucción masiva donde básicamente hay petróleo. Esos psicópatas están muy claros, aunque solo el primero se ensucia las manos. Los otros dos son muchas veces admirados, pertenecen a esferas socioeconómicas de difícil acceso y solo en ocasiones les persigue el oprobio.
Son innumerables los contextos en los que todos —y digo todos— podemos ser malvados. Que no nos pongan a prueba
Fuera de ese límite social, nadie es malo en términos absolutos. El 1% de la población está catalogada como psicópata. Se trata de sujetos insensibles, egoístas, despreocupados por el bienestar ajeno, que no sienten empatía ni culpa. Ese porcentaje parece ascender a un 4% en ejecutivos, políticos o personas que ostentan cargos de alta responsabilidad.
Si todo lo malo que sucede en el mundo cada día se debiera a esos poquitos psicópatas que son capaces de cometer las peores tropelías, la vida sería más fácil. El problema es que la gran mayoría de nosotros somos capaces de mostrar esa falta de empatía y esa maldad, tal vez en menor grado o con menos frecuencia que ellos. La realidad es que ni todo lo malo lo hacen los psicópatas, ni todo lo que hacen los psicópatas es malo.
Cuando se habla de maldad no se habla de personas, ni de grupos de individuos, ni de profesiones, ni de posiciones sociales, ni de enfermos mentales; como no se habla de raza, sexo u orientación sexual. La maldad es la consecuencia de un acto. Es la derivada de una conducta o un pensamiento compartido —y por tanto una conducta—. Un pensamiento íntimo no llega a ser malvado si no se ejecuta. La maldad es una decisión tomada en un momento y en una circunstancia. No podemos saber qué haríamos cada uno de nosotros en una situación teórica. Podemos sospechar qué haríamos partiendo de la situación en la que estamos en el momento en el que nos hacen la pregunta, pero solo será una aproximación. Únicamente la persona que ha hecho lo que ha hecho sabe por qué lo ha hecho y bajo qué circunstancias. No existe el determinismo. Al psicópata le cuesta menos que al resto hacer el mal, pero la personalidad solo es un factor más en el contexto.
El cerebro del psicópata funciona de manera diferente al de la mayoría de las personas, como de manera diferente funciona el cerebro de un músico. Genética y cerebro ponen las bases para el mal; la sociedad pone el contexto. Ninguno de estos elementos es suficiente y todos son necesarios. Nadie nace condenado a ser músico, como nadie nace condenado a ser malo. Para ser músico hace falta algo más que talento, para ser malo hace falta algo más que ser poco empático: hay que decidir hacer el mal en lugar del bien. Al psicópata lo define el precio que está dispuesto a pagar y a cambio de qué beneficio. Es decir, la maldad es el resultado de un dilema moral. Todos lo resolvemos de manera muy similar. Nos diferencia dónde colocamos los límites.
Contemplando un caso extremo se ve claro: matar a cambio de dinero. Pero ¿qué sucede cuando compartimos los valores que llevan a otra persona a hacer el mal? Lo que allana el terreno al psicópata de cuello blanco —o a nuestro jefe, que, más o menos malo, no suele ser psicópata— es que compartimos los valores que él defiende. Consentimos y toleramos su abuso porque, de algún modo, lo entendemos. Él defiende un territorio al que nosotros aspiramos o del que dependemos. Cuanto mayor sea el respeto por los sentimientos y los valores del otro, mayor tiene que ser la recompensa que justifique una decisión que puede ser moral o normativamente reprobable, y cuanto menos implicados estemos en los sentimientos de terceras personas, menor valor atribuiremos a sus sentimientos. Por ejemplo, si competimos por un ascenso con un compañero al que respetamos y admiramos, tenderemos a jugar limpio. Si consideramos a nuestro adversario un ser despreciable, tenderemos a ser más laxos con las normas. Hasta seremos capaces de jugar sucio. Si no es un compañero, sino un desconocido que viene de una oficina lejana, también serán más laxos nuestros criterios morales.
En la práctica, todos servimos a alguien, pero todos tenemos a alguien que nos sirve. Cada día. Tendemos a no observar nuestra actitud hacia los que aspiran al territorio que nosotros ocupamos. Podemos ser muy empáticos, pero si no prestamos atención, nunca sabremos si sufren. Nos cuesta plantearnos que para ellos, tal vez, nosotros también somos malvados.
Son innumerables los contextos en los que todos —y digo todos— podemos ser malvados. Que no nos pongan a prueba.
Lola Morón es psiquiatra y experta en neuropsiquiatría.