La inteligencia emocional en la repercusión del mensaje

La inteligencia emocional en la repercusión del mensaje

Lunes, 25 Febrero 2019
Entrevista a Jaime Llacuna Morera, por Estrella Nieto CERpIE-UPC.
Barcelona 1948. Doctor en Filosofía y Letras (Lingüista) y Master Universitario en Neurociencias y Biología del Comportamiento.
Jaime Llacuna
Doctor en Filosofía y Letras (Lingüista) y Master Universitario en Neurociencias y Biología del Comportamiento
 

La comunicación efectiva es poder utilizar correctamente el lenguaje (ya sea verbal y no verbal) para conseguir nuestros objetivos personales y profesionales.

En cualquier ámbito de la vida, tanto personal como profesional, saber interactuar con los demás, y sacar el mayor partido a las relaciones que establecemos con otras personas es fundamental.

Jaime, tú eres lingüista. ¿Cómo llegaste al campo de la Inteligencia Emocional?

Yo soy doctor en Filosofía y Letras, especialidad en Filología Románica si bien me he dedicado toda la vida a los aspectos lingüísticos del proceso de comunicación entre las personas. Mi trabajo durante la mayor parte de mi vida laboral ha sido estudiar e intentar dar respuesta, dentro de mis posibilidades, a los mecanismos de la comunicación humana. Especialmente, en el marco de la formación de adultos. He sido durante 40 años Titulado Superior de Seguridad e Higiene del Instituto Nacional de Seguridad e Higiene en el Trabajo. También he sido profesor de la Universidad de Barcelona en temas similares a los tratados en el INSHT.

El objetivo de la mayor parte de mi trabajo ha sido buscar los mecanismos, los “caminos”, las formas a través de las cuales un mensaje, especialmente en el mundo de la enseñanza,  repercute activa y operativamente en el receptor. No quiere eso decir que busquemos la manera de “convencer” sino la manera de entendernos, de discutir positivamente, de hallar soluciones a los problemas o mejorar nuestra forma de vida y de trabajo. A ello denominamos “repercusión” del mensaje, que es lo contrario de la denominación popular de “pasar” de lo que leo u oigo, no me interesa nada, no estoy dispuesto a analizar y si el mensaje que recibo puede serme positivo o válido para adecuar mi conducta a una forma más realizadora y creativa.

Y ese deseo de mejorar el nivel de repercusión del mensaje ¿es el que te ha llevado a la Inteligencia Emocional?

Ciertamente. Cuando uno se plantea porque un “discurso”, en el sentido lingüístico de la palabra (y especialmente de la enseñanza) puede repercutir más o menos en el receptor, insistiendo en que jamás hablamos de convencer contra su voluntad y su capacidad de razonamiento y análisis, percibimos que existe una especie de “fuerza” absolutamente natural que subyace tanto a la emisión como a la recepción del mensaje. Es decir: que la “forma”, para entendernos, incide directamente sobre la correcta interpretación del mensaje, más allá de que la decodificación pueda ser correcta, más allá de que el mensaje haya sido semánticamente entendido de forma correcta. La lengua, hablada, escrita o manifestada de cualquier otra forma no puede dejar de tener una “forma”.

Es bien conocida la existencia del “fondo” y la “forma” que ya trataron desde hace mucho tiempo lingüistas tan competentes como Saussure, Chomsky o Jacobson. La existencia de esta dualidad es bien conocida y, por otra parte, absolutamente natural. Las ideas, los conceptos, los “pensamientos” (por llamarlos así) no pueden “salir” fuera de nosotros si no adquieren una determinada  forma. Esta forma, el signo, está siempre cargado de algo específico del emisor y, por supuesto, entendido a partir de las características personales del receptor. La lengua, el signo, es siempre una “metáfora” en el sentido de que supone una forma consensuada en el grupo al margen, normalmente, de la realidad observable de dar forma a una realidad particular, de una realidad propia de la experiencia personal. La metáfora supone el intento de identificar aspectos diferentes de la realidad, trátese de la realidad “signo lingüístico” y realidad objetiva.

Los signos están cargados contingentemente de contenidos semánticos de manera “gratuita” por decirlo así. Ello supone lo que hoy denominamos “signos digitales”, pertenecientes a un código específico del grupo, frente a los “signos analógicos” que suponen un contacto mucho más directo con la realidad, no pertenecen a un código concreto y, por tanto, están más “dotados” de posibilidades más o menos universales de entenderse. Lo que parece claro es que esta forma que adquiere el mensaje llega cargada de manifestaciones “emocionales”. Sería difícil entender y repercutir correctamente un mensaje si no tuviéramos en cuenta que, sea como sea y obligatoriamente esa manifestación física, el signo, conlleva una carga emocional, carga que pertenece a las características específicas tanto del emisor como del receptor.

Por decirlo en otras palabras: el emisor emite un mensaje que tiene una carga semántica (quiere “decir algo”) y esta carga debe ser “decodificada” por el receptor a partir del código común y además el mensaje llega también cargado de una fuerza emocional, dicha fuerza, dicha manifestación formal subjetiva por parte del emisor es “interpretada” (que no decodificada) por parte del receptor a partir de sus propias disposiciones emocionales. De ahí que podamos decir siempre que el proceso de comunicación es siempre doble: el aspecto semántico y el emocional.

Y esa capacidad emocional del lenguaje ¿es la Inteligencia Emocional?

En el caso del proceso de comunicación es evidente. La capacidad del emisor y del receptor de “controlar”, si ello es posible la forma de transmisión y de recepción podría ser producto de la famosa Inteligencia Emocional. Es evidente que, como aseguran eminentes neurólogos, neurocientíficos o lingüistas (Salovey, Mayer, Damasio, Goleman, LeDoux, Pinker, etc.), las emociones son inconscientes, condicionan la respuesta inconsciente de transmisión. Por decirlo en otras palabras: el mensaje llega “cargado”, queramos o no, de determinada forma emocional que nos es inconsciente. Tal vez, la capacidad de hacer consciente la emoción, y a ello se denomina “sentimiento”, posibilita el control de la forma tanto en su emisión como en su interpretación receptora. Supongo que es muy difícil controlar una cosa que se desconoce, aunque dicha “cosa” condicione mi conducta. Supongo que será necesario que eso que nos pertenece íntimamente en forma de emoción se transforme en algo consciente para que pueda ser analizado, razonado y, en consecuencia, controlado. Supongo que lo que hemos denominado Inteligencia Emocional es la capacidad de convertir las emociones en sentimientos, lo inconsciente en consciente. Pero suponemos que ello es muy difícil. Tal vez la manifestación “verbal”, sea por unos mecanismos u otros, es la única manera de hacer consciente muchas de las cosas que nos ocurren íntimamente y que no podemos controlar simplemente porque las desconocemos. La verbalización, supongo, puede ser la mejor manera de tomar conciencia de lo que, en principio, nos es desconocido, aunque condicione nuestra conducta. Quede claro que entendemos por verbalización no únicamente la conversión de nuestra intimidad inconsciente en palabras sino en signos que nos permitan razonar nuestra conducta. El signo es algo mucho más amplio de lo que suponemos, a mi entender es la conversión, antes decíamos “metafórica”, de cualquier vivencia en algo fundamentalmente comunicable, aunque sea con nosotros mismos. Comunicación de los aspectos inconscientes en su transmisión al sentimiento controlable. Puede que ello sea, a mi entender, la Inteligencia Emocional.

¿Quiere eso decir que el “control” de las emociones solo puede ser realizada cuando estas se conciencian, es decir: cuando se convierten en “sentimientos”?

Ciertamente parece ser así. Una cosa son las emociones como tal y otra la expresión de las mismos. Damasio dice que las emociones se manifiestan obligatoriamente en el “teatro del cuerpo” y los sentimientos en el “teatro de la mente”. Eso quiere decir, a mi entender, que las emociones se expresan a través de aspectos “físicos” que, de una manera u otra son observables y cuantificables.  Cuando una persona tiene miedo puede aumentar el ritmo cardíaco, alterar el funcionamiento pulmonar o se le pueden erizar los pelos, sea como sea, el “cuerpo”, que es el teatro de la manifestación de las emociones (y no tenemos otro) enrojece ante la vergüenza, palidece ante el pánico, tiembla, aumenta el nivel de cortisol de sus glándulas suprarrenales, dilata las pupilas, etc. Cualquier manifestación, visible o no a simple vista que, de manera involuntaria supone la respuesta del cuerpo al estímulo externo, o interno, de carácter emocional. Cuando dicha manifestación es percibida por el sujeto aparece el sentimiento, se hace consciente que algo ha ocurrido que se ha manifestado en nuestro cuerpo. Cuando eso sucede es, precisamente, cuando es capaz la persona de controlar las respuestas, de gestionar los actos que realizará a partir del análisis racional de la percepción. La “habilidad (y el entreno) de dicha capacidad podríamos considerarlo propiamente, a mi entender,  la Inteligencia Emocional. En este sentido diríamos que una persona con una Inteligencia Emocional elevada es aquella que, a partir de su sensibilidad natural o a partir del aprendizaje, es capaz de reflexionar sobre lo que está “sintiendo”, sobre las manifestaciones de su cuerpo y actuar en consecuencia.

¿Quiere decir que nuestra mente “lee” las expresiones que la emoción manifiesta en nuestro cuerpo?

Es muy interesante el tema porque pone de relieve dos teorías opuestas de larga tradición. Por una parte la teoría James-Lange y por otra la teoría Cannon-Bard. La primera supone que el sujeto percibe un estímulo que le aparece como peligroso (la famosa serpiente hallada en el monte) dicha percepción genera la reacción de la que hablábamos, la experiencia somática/visceral, la cual será “analizada”  racionalmente `por el cerebro generando propiamente la emoción. A nuestro entender, generando el sentimiento consciente que tales reacciones han generado frente al estímulo peligroso. La teoría contraria supone que el mismo estímulo sensorial, la serpiente, llega al cerebro, a las localizaciones pertinentes, el cual determina que aquella percepción es peligrosa y, en consecuencia, el cuerpo responde fisiológicamente para huir, enfrentarse o, simplemente, mantenerse quieto. Es decir: en el segundo caso, la manifestación física es posterior a la experiencia que percibe el cerebro. Ello querría decir, por supuesto, que el cerebro “guardaría” o estaría en su base genética, la capacidad para reconocer ese estímulo como algo peligroso. A partir de estudios posteriores, podríamos decir que la solución no es tan fácil. Suponemos que existe un “mensaje externo”, por seguir con el símil lingüístico, que es la manifestación de las emociones y un “mensaje interno” que supone la experiencia concreta y subjetiva de la emoción. Puede que ambos caminos se mezclen o retroalimenten de manera que el mensaje externo y el interno mantengan un cierto diálogo que dé solución a la respuesta conductual. Personalmente denominamos a la Inteligencia Emocional el “diálogo” que existe entre nuestras percepciones internas, básicamente inconscientes, y nuestros análisis conscientes del fenómeno que estamos viviendo.

¿Quiere decir que es importante conocer en que partes de nuestro cerebro se producen las emociones?

Es evidente que las emociones y los sentimientos se originarán sepamos o no de donde provienen y que mecanismos neurales los provocan. Recordemos que si es correcta una cierta universalización física de los mismos, constatable por lo menos en los mamíferos (recordemos que ya Darwin en La expresión de las emociones en el hombre y los animales en 1872 hablaba de dicha universalización), podemos decir que un perro por ejemplo puede “tener” emociones (el mensaje interno) y puede que ellas, seguro, se manifiestan en su conducta. Lo que ponemos en duda es que se produzca ese “diálogo” del que yo hablo: la posibilidad de analizar la expresión de las emociones y actuar en consecuencia. De todas maneras, y ya lo hemos indicado anteriormente, parece claro que si la emoción de un perro se traduce en una conducta que es reprendida (o premiada) desde “fuera” parece claro que el animal aprenderá a responder de la manera que le resulte más positiva, como condicionamiento aprendido. Pero ello sería entrar en otro terreno. En todo caso, puede ser un matiz importante para asegurar que la expresión de las emociones está sometida, positiva o negativamente, al aprendizaje, y el aprendizaje se origina, consciente o inconscientemente, en el entorno real del individuo. Dicho lo cual, sí podemos decir que el conocimiento de los mecanismos neurales que originan las emociones, la expresión de las mismas, su recuerdo, los sentimientos, la conducta generada, etc. puede sernos de utilidad, en principio pasa que no supongamos que todo el tema pertenece a las alturas metafísicas del ser humano y nos permitan “bajar” a la realidad material que nos permite estar vivos y evolucionar.

Y ¿qué elementos claves de nuestro cerebro están involucrados en las emociones y los sentimientos?

Parece ser que los expertos en el tema descubren casi diariamente “piezas” o mecanismos de nuestro cerebro involucrados en dichos fenómenos. Cada día resulta más difícil entender realmente lo que ocurre en nuestro cerebro, dicen los entendidos, a pesar de que cada día aparecen nuevos descubrimientos que nos permiten conocer mejor cómo funciona nuestro cerebro, y nuestro cuerpo en general, no únicamente para evitar enfermedades o hallar la curación de las mismas sino para mejorar nuestra propia capacidad de progreso. Puede que dichos conocimientos permitan y posibiliten mejorar nuestra comprensión personal, nuestras relaciones con el entorno natural y humano, puede que sirvan para mejorar nuestra vida social, laboral, sexual, relacional o de cualquier otro tipo de actuación humana. Lo que lamentaríamos es la “popularización” de la famosa Inteligencia Emocional como un “método” para ser más felices, ganar más dinero o ser más aceptados en la sociedad. Está claro que una buena, valga la expresión, Inteligencia Emocional posibilita también estas circunstancias pero seguimos creyendo que no se trata de la “pastilla” de la felicidad. Nuestro cerebro parece que dispone, en esencia, de dos “capas” importantes: el nivel “profundo”, subcortical, que supone el denominado “sistema límbico” y el nivel superficial, filogenéticamente posterior en la evolución, formado por las diferentes regiones de la corteza cerebral. Parece ser que la pieza fundamental, pero no la única, que generaría las emociones en nuestro cerebro es la “amígdala”, en la parte profunda de nuestro cerebro, esta parte del encéfalo, como decíamos, unida a otras piezas como pueden ser el “núcleo accumbens”, el núcleo medial del tálamo, etc. posibilitarían las emociones. El neurólogo Joseph LeDoux, y posteriormente el psicólogo Daniel Goleman, hablaron de una doble posibilidad de “camino” de la percepción del estímulo (tanto externo como interno/recuerdo). El “camino largo” que comprendería la cadena neural que provendría del sentido pertinente que recibiera el estímulo (en caso de que este fuera externo), lo remitiría al tálamo, como primera pieza de recepción del mensaje, y esta lo dirigiría a la parte de la corteza encargada de “entender” dicho mensaje y poner en marcha los mecanismos físicos pertinentes de respuesta. Pero, por otro lado, existiría lo que denominaron el “camino corto” que supondría la llegada del estímulo al tálamo y de esta pieza a la amígdala y a sus adláteres de carácter emocional. Dicho de la manera más simple posible, parece ser que dichos dos caminos supondrían las posibilidades conscientes e inconscientes de nuestro cerebro. Dicen los expertos que, pese al “movimiento” generado en nuestro encéfalo, el camino que implicaría los aspectos inconscientes/emocionales es prioritario sobre el camino largo/consciente. Ello supondría que la respuesta es en primer lugar emocional y que ella condiciona el análisis consciente/racional de la percepción. De manera que ante la famosa serpiente antes actuaría nuestro sistema límbico alertándonos del peligro y ello supondría una respuesta emocional inmediata (huida o enfrentamiento)  y, posteriormente, entraría en juego el análisis consciente reflexivo que determinaría el grado de peligrosidad de la percepción y, en consecuencia, la corrección de la inicial respuesta dada (la posible confusión de la serpiente con un inofensivo tronco de madera del bosque).

Y ¿esta actuación consciente/reflexiva posterior a la inmediatez emocional supone la Inteligencia Emocional?

Desde nuestro conocimiento, que es muy incompleto, sí suponemos que ello sería propiamente la Inteligencia Emocional. Es decir: la capacidad, natural o aprendida, de actuar racionalmente ante la expresión de nuestra propia emoción. El aprendizaje que nos permite no actuar inmediatamente, aunque en ocasiones sería del todo necesario ante situaciones de gran peligro,  y permitirnos la posibilidad del análisis de nuestras propias reacciones. Es evidente que ello está condicionado por otras partes del cerebro que retienen los recuerdos (hipocampo entre otras) y que nos obligan a actuar a partir de la experiencia almacenada. Sea como sea, suponemos que el análisis racional de una posible conducta es positivo, pero nunca negaremos hasta qué punto el análisis racional impediría la respuesta adecuada y nos abocaría a una situación más o menos fatal. Supongo que debe ser muy difícil y requerir de un aprendizaje largo y paciente el disponer de una Inteligencia Emocional “equilibrada”, por llamarla así, que no nos niegue la capacidad de disponer de emociones y, a su vez, nos permita analizarlas  de manera racional y gestionarlas pertinentemente.

Puedes seguir a Jaume Llacuna en su Blog EL SELLO DE GIORDANO (La Realidad y el Deseo) 

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