Herejes de la religión digital

Herejes de la religión digital

La redención tecnológica que algunos vieron en Internet puede convertirse en una condena. Varios ensayos alertan del peligro del control digital de la sociedad, pero no siempre consiguen que coincidan teoría y práctica
2 October 2018

En 2014 el bloguero iraní Hossein Derakhshan, que se hizo célebre como uno de los impulsores del periodismo ciudadano, fue liberado tras pasar seis años en la cárcel. Cuando tuvo acceso de nuevo a Internet se quedó espantado de los cambios que había experimentado la Red durante su encierro. En distintas intervenciones públicas denunció que la tecnología digital había perdido su capacidad para la transformación política y social y se había convertido en una fábrica de entretenimiento. La razón, según Derakhshan, es que en la época de las redes sociales, el hipertexto —que, a su juicio, era el elemento definitorio del Internet original— se había visto desplazado por la lógica de la novedad y la viralidad. La comunicación digital se habría convertido así en un flujo constante de imágenes controlado por algoritmos opacos.

El desencanto de Derakhshan es interesante porque contrasta con el entusiasmo que desató la eclosión de las redes sociales, aún mayor que el que se produjo con la gran marea de blogs de unos años antes. La web 2.0 fue anunciada como un retorno del espíritu comunitarista de los tiempos heroicos de la contracultura informática. Es una pauta habitual. La historia de la recepción de la tecnología digital es una sucesión de exaltaciones y decepciones explosivas y fugaces. Los cambios técnicos —algunos francamente triviales— son vividos como el albor de un mundo nuevo o un anuncio del apocalipsis. Precisamente si algo caracteriza el momento actual, al menos desde el punto de vista de la producción intelectual, es la generalización de la literatura crítica con las redes sociales. Se trata de un cambio profundo respecto a la situación de hace apenas un lustro, cuando muchos tecnólogos consideraban casi una ofensa personal que alguien escribiera sobre Internet sin la deferencia debida a los medios sociales.

Uno de los pioneros e impulsores de este giro crítico es Jaron Lanier, ingeniero informático y miembro prominente de la cultura digital estado­unidense, que se dio a conocer como ensayista con dos libros —Contra el rebaño digital¿Quién controla el futuro?— que denunciaban respectivamente las dinámicas de linchamiento que se estaban generalizando en la web social y la concentración de poder en manos de unas pocas megacorporaciones tecnológicas. Todos los textos de Lanier parten de una idea lúcida que desarrolla de un modo superficial pero interesante. Por desgracia, tiende a sepultar sus tesis sobre aquellos temas que conoce de primera mano bajo varios estratos de opiniones que exceden manifiestamente su ámbito de competencia y, peor aún, recordatorios de sus inagotables talentos e intereses. Si el narcisismo fuera una enfermedad infecciosa, las autoridades sanitarias confinarían a Lanier en una cámara de aislamiento. Por eso su último ensayo, en el que repasa algunos de los aspectos más perniciosos de las redes sociales, se beneficia de un tono mucho más directo y modesto que los anteriores. Lanier no se priva de darnos su opinión sobre un amplio abanico de temas y parece creer en serio que las redes sociales han provocado una desviación maléfica en el curso de la historia (literalmente atribuye las políticas gubernamentales de su país a una supuesta adicción a Twitter de Donald Trump). Pero su análisis de la retroalimentación negativa de la arquitectura de las redes sociales, los intereses comerciales de sus propietarios y sus anunciantes y las conductas sociales de sus usuarios es valiente, claro y sugerente.

Niall Ferguson contrapone redes a jerarquías, pero no todo cabe en un marco teórico tan estrecho

La centralidad de las redes sociales en las comprensiones contemporáneas de la cultura digital está alimentando un heterogéneo conjunto de estudios académicos que recibe mucha atención mediática, pero cuya coherencia es cuestionable. Esta especie de redología abarca desde desarrollos rigurosos en el campo de la biología y la matemática hasta planteamientos sociológicos o filosóficos mucho más impresionistas. La metáfora de la Red imprime una pátina de unidad a un campo de análisis que, en realidad, recuerda a aquella escena de Amanece que no es poco en la que el maestro pone un examen a los niños del pueblo diciendo: “Tomad nota de las preguntas: Las ingles. Su importancia geográfica. ¿Son verdad las ingles? Historia de las ingles. Las ingles en la antigüedad. Las ingles de los americanos. ¿Cómo hay que tocar las ingles? El ruido de las ingles…”. Basta sustituir “ingles” por “redes” para obtener una panorámica bastante precisa de las versiones más ampulosas de los estudios netológicos.

Precisamente el crédito que el historiador conservador Niall Ferguson da a la teoría de las redes es el principal lastre de un ensayo, por lo demás, robusto y divertido. La plaza y la torre hace un recorrido vertiginoso por el modo en que a lo largo de la historia organizaciones emergentes poco estructuradas (las “redes”) han logrado imponerse a instituciones con una urdimbre burocrática más rígida (las “jerarquías”). Ferguson relativiza la novedad de las redes digitales subrayando la continuidad de los usos de la tecnología actual con el pasado analógico. El ascenso de la web social sería, desde su punto de vista, un subproducto de la crisis de la institucionalidad jerárquica que se había generalizado en Occidente tras la Segunda Guerra Mundial. A partir de los años setenta del siglo pasado, en cambio, se habría ido difundiendo una nueva arquitectura social reticular de contornos más vagos, un proceso en el que resultó esencial la apuesta por la mercantilización.

Es una tesis vigorosa y probablemente correcta. El problema es que Ferguson trata de convertir la contraposición metafórica entre redes y jerarquías en un mecanismo teórico de largo alcance histórico. La estructura topológica de ambas dinámicas sociales explicaría así toda clase de acontecimientos de los últimos cinco siglos: desde la reforma protestante, las sectas masónicas y el movimiento Taiping hasta las estrategias políticas de Henry Kissinger y el ascenso de Donald Trump, pasando por casi todo lo demás. Es difícil exagerar la concupiscencia conceptual de un libro en el que aparecen, separados por unas pocas páginas, Pizarro, Lutero, Paul Revere, Rothschild, Virginia Woolf, Kim Philby, Lenin, Lucky Luciano, Hayek o John Perry Barlow. Ferguson mezcla y confunde un repertorio complejo de conceptos sociológicos —burocracia, jerarquía, clase, estatus, capital social…— y somete procesos muy diferentes a una interpretación reductiva con un fuerte aire de cherry picking. Se precisa una fe fanática en la topología para aceptar que las dimensiones formales de la organización social tienen tal poder explicativo. Sencillamente es un marco teórico demasiado estrecho para la inmensa cantidad de tramas históricas que estudia.

Los datos no son el nuevo petróleo: el nuevo petróleo es el viejo petróleo pero más caro y escaso

Algunas de las críticas filosóficas más vehementes de la economía política de las redes sociales están siendo elaboradas por herederos intelectuales del último Michel Foucault. Es el caso de Éric Sadin, que se dio a conocer en nuestro país con La humanidad aumentada y cuyos estudios tecnológicos beben de la obra de teóricos del neoliberalismo como Christian Laval y Pierre Dardot o, sobre todo, Luc Boltanski y Ève Chiapello. La tesis central de La silicolonización del mundo es que se está imponiendo globalmente una forma extrema de liberalismo —el tecnoliberalismo— basada en una “alianza entre la vanguardia de la investigación tecnocientífica, el capitalismo más aventurero y conquistador, y los gobiernos social-liberales que ven en la algoritmización de las sociedades la ocasión histórica de responder al núcleo de su proyecto”. Sadin exhibe músculo histórico y sociológico para radiografiar la capacidad legitimadora de la tecnología digital, el modo en que se ha convertido en la tabla de salvación de un régimen social agotado que afronta una crisis estructural.

La silicolonización del mundo describe de forma convincente los cambios en las “visiones del mundo” dominantes, el modo en que las promesas de redención tecnológica que emanan de Silicon Valley desempeñan un papel fundamental en nuestra aceptación del orden social. Sin embargo, en sus páginas a menudo queda difuminada la frontera entre el análisis ideológico y la realidad. Da la sensación de que Sadin se toma la ideología californiana más en serio que los propios ciberutopistas. Es indiscutible que los mitos tecnológicos tienen capacidad consensual y están muy presentes en los discursos políticos públicos. Otra cosa muy distinta es el papel efectivo que desempeñan, por ejemplo, la economía del conocimiento o la inteligencia artificial en nuestro sistema económico y político. Como recuerda Jaron Lanier con honestidad, “inteligencia artificial” nunca ha sido nada más que una metáfora propagandística. Y el maná de la economía del conocimiento es una especie de fábula edulcorada que nos contamos para ignorar problemas como el agotamiento de los combustibles fósiles. Los datos no son el nuevo petróleo: el nuevo petróleo es el viejo petróleo pero más caro y escaso. A fin de cuentas, tal vez la cuestión no sea tanto entender cómo las redes sociales están cambiando el mundo —o incluso si lo están haciendo realmente—, sino, al contrario, pensar cómo ha cambiado el mundo para que atribuyamos tanta importancia a las redes sociales.

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