Hacia el espejismo del metaverso
Hacia el espejismo del metaverso
Muchas veces no somos capaces de reconocer la riqueza de lo que tenemos y la desestimamos para salir en busca de aquello que no tenemos. Para bien o para mal, queremos lo que nos falta. Esto impulsa el cambio y la rueda de la vida, aunque entregados a esa pulsión podemos perder, entre otras cosas, conciencia del límite.
Con solo mirar los diarios se advierte un entusiasmo cada vez mayor por eso que llaman metaverso. No estoy aludiendo a la infatigable gimnasia retórica de nuestro Presidente, sino a una nueva tecnología en la que las grandes empresas del sector invierten sumas siderales, en tanto abrirá un mercado más millonario aún. La idea remite a la vieja ciencia ficción; a los relatos de Theodore Sturgeon, Alfred Bester o el gran Ray Bradbury. Según lo que puede leerse en la prensa o en internet, los metaversos son “entornos virtuales donde los humanos podrán interactuar y compartir experiencias mediante el uso de avatares”. Allí, dicen los expertos, podremos ir al banco o al supermercado, tener encuentros sociales o reuniones de negocios y hasta conocer la tundra siberiana o las profundidades del océano. Todo en el ciberespacio y cómodamente sentados en el sillón del living.
Se trata, entonces, de crear un mundo alternativo donde el hombre no tenga las limitaciones que en este le impone la materia. Por supuesto, algunos aguafiestas señalan que los humanos, incorregibles, llevaremos al entorno virtual los mismos problemas que tenemos en el mundo real. Otros advierten sobre el impacto psíquico que produciría semejante migración. Sin embargo, lo que a mí me sorprende es la ligereza con que los cruzados de la virtualidad escinden al ser humano del entorno real del que forma parte, que además nos constituye en aspectos esenciales.
Tal como lo venden, el metaverso parece un paso decisivo en el proceso de digitalización de nuestra realidad. Es decir, de nuestra vida, que se verá empobrecida por efecto de reducir la complejidad y la aspereza del mundo, a través de una serie de operaciones matemáticas, a una imagen tridimensional de una literalidad asfixiante.
La propuesta del metaverso parece una invitación a reemplazar las cosas por su representación, lo concreto por lo virtual, la materia por el estímulo nervioso teledirigido. Perderemos así la experiencia pura, el contacto directo de los sentidos con el mundo, que es anterior al concepto o a la idea. A la multiplicidad inagotable de lecturas que ofrece la realidad en diálogo con la sensibilidad de cada individuo (a la cualidad inefable de un atardecer, por ejemplo), se le opone en cambio una única imagen tridimensional cristalizada, la misma para todos. Esa imagen predigerida y consumible, creada por unos pocos a través de los algoritmos, reprime la imaginación y degrada el mundo.
En el metaverso, el nirvana del ciberespacio propone un espejismo que anula el diálogo de los sentidos con lo creado. Más allá del negocio que será para sus dueños llevar la economía al entorno virtual, quizá lo que se persigue en este escape del mundo es mitigar el dolor que forma parte inescindible de nuestro contacto con lo real. En la virtualidad, en cambio, toda molestia se apaga con un clic. Sin embargo, la sed no se aplacará. Y, lo que resulta más triste, en virtud de ese afán corremos el peligro de sacrificar la metáfora, la cualidad talismánica de la realidad, que no debería ser reemplazada por paraísos artificiales, sino reencantada.
Nuestra mirada siempre tiende a ver algo que está más allá de la superficie de lo real. Un amanecer, las copas de los árboles en el viento, un pájaro que cruza el cielo, un río que corre o el regusto salado del mar remiten siempre a otra cosa, nos dicen algo más. La realidad en apariencia se entrega al ojo humano, pero al mismo tiempo es reticente, impenetrable, se guarda su secreto más íntimo. Al cerrarse, abre la percepción a la esfera del misterio, a lo inaccesible, a aquello que por momentos sentimos en cuerpo y alma pero no puede traducirse en palabras. Es el territorio de la poesía (la casa de la presencia, la llamaba Octavio Paz) y de la experiencia mística. La realidad es materia y promesa, fuente de analogías y correspondencias que multiplican la vida y ofrecen sentido.
Dislocar el espacio es también alterar el tiempo. En la insomne virtualidad perdemos el ritmo de las estaciones, la alternancia del día y la noche, el pulso acompasado de las horas. Al abandonar el espacio para vivir en las pantallas dejamos también de habitar el tiempo humano y así, atrapados en el tiempo de las máquinas, nos deshabitamos. Corremos, empujados por un vértigo que no da tregua y exige cada vez más. Nos hemos ido entregando a él insensiblemente, como en un juego, mientras celebrábamos una comunicación sin fronteras que, mientras abría, cerraba.
Hay que volver a Bradbury, que anticipó como nadie las consecuencias de una realidad contaminada por la virtualidad. La alegoría de “La pradera”, primer relato de El hombre ilustrado, escrito hace más de setenta años, cobra por estos días una inquietante vigencia.