'La sociedad paliativa', fragmento de la nueva obra del filósofo Byung-Chul Han
'La sociedad paliativa', fragmento de la nueva obra del filósofo Byung-Chul Han
Hoy impera en todas partes una algofobia o fobia al dolor, un miedo generalizado al sufrimiento. También la tolerancia al dolor disminuye rápidamente. La algofobia acarrea una anestesia permanente. Se trata de evitar todo estado doloroso. Entre tanto también las penas de amor resultan sospechosas. La algofobia se extiende al ámbito social. Cada vez se deja menos margen a los conflictos y las controversias, que podrían provocar dolorosas confrontaciones. La algofobia domina también la política. (...). En lugar de discutir y luchar por alcanzar argumentos mejores, uno cede a la presión del sistema. Se está propagando y asentando una posdemocracia que es una democracia paliativa. Por eso Chantal Mouffe exige una “política agónica” que no rehúya las confrontaciones dolorosas. La política paliativa no es capaz de tener visiones ni de llevar a cabo reformas profundas que pudieran ser dolorosas. Prefiere echar mano de analgésicos, que surten efectos provisionales y que no hacen más que tapar las disfunciones y los desajustes sistemáticos. La política paliativa no tiene el valor de enfrentarse al dolor. De esta manera, todo es una mera continuación de lo mismo.
La algofobia actual se basa en un cambio de paradigma. Vivimos en una sociedad de la positividad que trata de librarse de toda forma de negatividad. El dolor es la negatividad por excelencia. Incluso la psicología obedece a este cambio de paradigma y pasa de la psicología negativa como “psicología del sufrimiento” a una “psicología positiva” que se ocupa del bienestar, la felicidad y el optimismo. Hay que evitar los pensamientos negativos y reemplazarlos sin demora por ideas positivas. La psicología positiva somete incluso el dolor a una lógica del rendimiento. La ideología neoliberal de la resiliencia toma las experiencias traumáticas como catalizadores para incrementar el rendimiento. Se habla incluso de “crecimiento postraumático”. El entrenamiento de la resiliencia como ejercicio de fuerza psicológica tiene por función convertir al hombre en un sujeto capaz de rendir, insensible al dolor en la medida de lo posible y continuamente feliz.
La misión de la psicología positiva de proporcionar felicidad está íntimamente ligada a la promesa de un oasis de bienestar permanente que se pueda crear a base de medicamentos. La crisis de opioides en Estados Unidos tiene un carácter paradigmático. La codicia material de la industria farmacéutica no es la única causa de esa crisis, que más bien obedece a un fatídico supuesto acerca de la existencia humana. Solo una ideología del bienestar permanente puede conducir a que unos medicamentos que originalmente se empleaban en la medicina paliativa pasaran a administrarse a gran escala también en personas sanas. No es casual que, hace ya décadas, el algólogo experto en dolor estadounidense David B. Morris comentara: “Los norteamericanos actuales probablemente forman parte de la primera generación en la Tierra que considera la existencia sin dolor una especie de derecho constitucional. Los dolores son un escándalo”.
La sociedad paliativa coincide con la sociedad del rendimiento. El dolor se interpreta como síntoma de debilidad. Es algo que hay que ocultar o eliminar optimizándolo. Es incompatible con el rendimiento. La pasividad del sufrimiento no tiene cabida en la sociedad activa dominada por las capacidades. Hoy se priva al dolor de toda posibilidad de expresión. Está condenado a enmudecer. La sociedad paliativa no permite dar vida al dolor ni expresarlo lingüísticamente convirtiéndolo en una pasión.
La sociedad paliativa es además una sociedad del me gusta. Es víctima de un delirio por la complacencia. Todo se alisa y pule hasta que resulte agradable. El like es el signo y también el analgésico del presente. Domina no solo los medios sociales, sino todos los ámbitos de la cultura. Nada debe doler. No solo el arte, sino la propia vida, tiene que poder subirse a Instagram, es decir, debe carecer de aristas, conflictos y contradicciones que pudieran ser dolorosos. Olvidamos que el dolor purifica, que opera una catarsis. La cultura de la complacencia carece de la posibilidad de catarsis, y así es como uno se asfixia entre las escorias de la positividad que se van acumulando bajo la superficie de la cultura de la complacencia.
Un comentario sobre subastas de arte moderno y contemporáneo dice:
“Ya se trate de Monet o de Koons, del popular Desnudo acostado de Modigliani, de las figuras femeninas de Picasso o de los sublimes campos cromáticos de Rothko, o incluso de pseudotrofeos de Leonardo hiperrestaurados pertenecientes a la categoría más alta de precios: al parecer todas las obras tienen que poder atribuirse a primera vista a un artista (masculino) y resultar agradables hasta la banalidad. Al menos también una artista se va aproximando lentamente a ese círculo: Louise Bourgeois batió un nuevo récord con una escul¬tura gigantesca. Treinta y dos millones por Araña, una obra de los años noventa. Pero incluso las arañas gi¬gantes resultan, más que amenazantes, tremendamente decorativas”. [M. Woeller, en Welt, en mayo de 2019]
En la obra de Ai Weiwei incluso la moral se empaqueta de tal modo que anima al like. La moral y la complacencia se juntan en una simbiosis lograda. La disidencia se degrada a diseño. Jeff Koons, por el contrario, escenifica un arte amoral y manifiestamente decorativo del me gusta. Ante su arte, la única reacción coherente, como él mismo subraya, es exclamar “¡Guau!”.
Hoy el arte se mete a la fuerza en el corsé del me gusta. Esta anestesia del arte no respeta ni siquiera a los maestros antiguos. Incluso se los combina con el diseño de moda:
“Acompañaba la exposición de retratos escogidos un vídeo que mostraba lo bien que pueden combinar los colores de la ropa contemporánea de diseño con los cuadros históricos de Lucas Cranach el Viejo o de Peter Paul Rubens, por ejemplo. Y por supuesto no faltaba la indicación de que los retratos históricos son una versión preliminar de los selfis actuales”. [A. Mania, en Süddeutsche Zeitung, en febrero 2020]
La cultura de la complacencia tiene causas muy variadas. En primer lugar, se explica por la comercialización y mercantilización de la cultura. Los productos culturales están cada vez más sometidos a la presión del consumo. Tienen que asumir una forma que los haga consumibles, es decir, agradables. Esta conversión de la cultura en economía viene acompañada de la conversión de la economía en cultura. Se añade a los bienes de consumo una plusvalía cultural. Prometen vivencias culturales y estéticas, de modo que el diseño pasa a ser más importante que el valor de uso. La esfera del consumo invade la esfera cultural. Los bienes de consumo se presentan como obras de arte. De esta manera se mezclan las esferas del arte y del consumo, lo que acarrea que el arte se sirva por su parte de la estética del consumo. Se vuelve agradable. La conversión de la cultura en economía y la conversión de la economía en cultura se potencian mutuamente. Se borra la separación entre cultura y comercio, entre arte y consumo, entre arte y propaganda. Incluso los propios artistas se ven forzados a registrarse como marcas. Se ajustan al mercado y se vuelven complacientes para resultar agradables. La conversión de la economía en cultura afecta también a la producción. La producción posindustrial e inmaterial se apropia de las formas de las prácticas artísticas. Tiene que ser creativa. Pero, como estrategia económica, la creatividad no permite más que variaciones de lo mismo. No puede alcanzar lo totalmente distinto. Carece de la negatividad de la fractura, que es dolorosa. El dolor y el comercio se excluyen.
En los tiempos en los que la esfera del arte, tajantemente separada de la esfera del consumo, obedecía a su propia lógica, no se esperaba de ella ningún agrado. Los artistas se mantenían alejados del comercio. Todavía tenía validez aquel dicho de Adorno según el cual el arte consiste en causar «extrañeza respecto del mundo». Según ese dictamen, el arte del bienestar es una contradicción. El arte tiene que poder resultar chocante, molestar, perturbar, e incluso tiene que poder doler. El arte está en un sitio distinto. Su hogar es lo foráneo. Es justamente esta extrañeza lo que constituye el aura de la obra de arte. El dolor
es la brecha por la que entra lo totalmente distinto. Precisamente la negatividad de lo totalmente distinto hace que el arte sea capaz de contraponer su narrativa al orden imperante. La complacencia, por el contrario, no hace más que proseguir con lo mismo.
Según Adorno, la «primera imagen estética» es la piel de gallina. Expresa la irrupción de lo distinto. Una conciencia incapaz de estremecerse es una conciencia cosificada. No es capaz de tener una experiencia, pues esta es «esencialmente el dolor con el que se desvela la alteridad esencial de lo existente en relación con lo acostumbrado». También la vida que rechaza todo dolor es una vida cosificada. Lo único que mantiene la vida con vida es «estar impresionado por lo otro». De lo contrario se queda apresada en el infierno de lo igual.