Hacia un nuevo mundo: ¿Es hora de revalorizar las rutinas y la quietud frente a la novedad y lo frenético?

Hacia un nuevo mundo: ¿Es hora de revalorizar las rutinas y la quietud frente a la novedad y lo frenético?

El ritmo de vida que nos llevó hasta marzo de 2020 era un sprint sin meta. El único objetivo era alcanzar más velocidad. Y más. Y más. Imperaba la cultura de la inmediatez, la mensajería a calzón quitado, la satisfacción instantánea, el tiempo real. Hasta había que ver las series del tirón: qué delirio es ese de esperar ¡u n a s e m a n a! para ver otro capítulo.
27 Abril 2020

El anuncio del estado de alarma, el pasado sábado 13 de marzo, fue un frenazo en seco. En el transporte, en el trabajo, en la economía… Pero, sobre todo, en la velocidad. Poca carrerilla se puede pillar ahora por el pasillo de casa. Y después, cuando volvamos a las calles, dos frenos nos detendrán el paso: el temor a los coletazos del virus y la cuenta corriente pelada.

Este parón volverá a ponernos los pies en la tierra. A punto estábamos de construir chalés en Marte y hacernos inmortales cuando llegó un virus y nos tiró el mundo abajo, en un nuevo colapso en la historia del mundo, en un jarrón de agua fría que tiene el reflejo en un crac que no queda tan lejos. A principios del XX también vivían borrachos de euforia tecnológica. Habían alcanzado uno de los grandes retos de la humanidad: volar, los aviones, recorrer miles de kilómetros en un pispás. Habían vencido al silencio: el telégrafo transmitía mensajes a otros continentes de forma instantánea. Entonces, en lo que imaginaban el culmen de la civilización, llegó la Gran Guerra y los aires de grandeza quedaron hechos escombros.

Estas crisis sacuden hasta el último detalle de una sociedad. Afectan con fiereza a los valores y los modos de vivir. En tela de juicio hay ya uno que hasta hace dos días era un dios: la novedad, el empacho de nuevas experiencias, el cambio constante, el culo inquieto.

Vamos a tener que revisar otro gran mito: la gente interesante es la que va de un lado a otro, la que viaja, la que no deja de hacer, la que no para un momento

Las últimas tres semanas han sido despiadadas poniendo fecha de caducidad. No ha sido el tiempo lo que ha hecho viejos a muchos valores; han sido las circunstancias. Esa exhibición frenética de muchos, de tantos, escenarios distintos con los que tantas personas hicieron dinero en las redes sociales resulta hoy escabrosa. Es la quietud lo que gana puntos; el valor de la espera frente a la cultura de lo inmediato.

Lo cercano, lo quieto, las rutinas. Vamos a tener que replantearnos eso tan denostado hasta hace un momento. Vamos a tener que revisar otro gran mito: la gente interesante es la que va de un lado a otro, la que viaja, la que no deja de hacer, la que no para un momento. Y los que no se mueven, ¡menudos catetos!

El capitalismo ha vivido hasta ahora del no parar: comprar, viajar, experimentar, ir, venir, hacer, comprar. Sin parar. Sin final. De ahí la glorificación de lo nuevo, lo distinto, el cambio, estrenar, tirar, consumir. De ahí el descrédito de las rutinas y de la repetición. «Nuestra obsesión con la novedad está impulsada por las economías de la experiencia y la influencia, que confiere un estatus social en función de cuántas cosas nuevas puedes hacer, ver y comprar», indican en un artículo del New York Times sobre el inesperado placer de repetir una experiencia. «Esto puede ser emocional y financieramente agotador. Pocos tenemos el tiempo y el dinero para poder gratificarnos de forma continua con nuevas experiencias».

El artículo basa esta idea en un estudio en el que un profesor de ciencia del comportamiento de la Universidad de Chicago pone en entredicho el concepto de adaptación hedonista: cuánto más se hace una actividad, menos satisfactoria resulta. Ed O’Brien explica que «repetir experiencias puede ser menos aburrido de lo que la gente piensa, en parte porque la repetición puede probar que no es tan repetitiva».

Nuestro día a día muestra que la novedad podría estar sobrevalorada. Al comprar comida, preferimos los productos conocidos a los desconocidos (somos más de repetir que de decir: «¡Voy a probar esto!»). Ocurre igual con los bares, las tiendas, las vacaciones de verano. Escuchamos una canción que nos gusta cientos de veces. Jugamos al mismo videojuego hasta reventar. Tampoco es raro ver una película o leer un libro por segunda vez, porque, como señala el estudio, volver a algo conocido no significa que la experiencia vaya a ser la misma que la primera vez. Cambia. Y en cada repetición hay aprendizajes y sensaciones distintas, impresiones nuevas (sí, nuevas, aunque sea una novedad minúscula).

LOS ADAPTATIVOS

El mero timbre de la palabra encierro provoca sudores. Asociamos el crecimiento a la expansión, al movimiento, a la diversidad. Pero no es una ley matemática. Los investigadores, los analistas, los inventores… Todo el que crea algo necesita concentración y, a menudo, trabajar a puerta cerrada.

«El confinamiento es una excelente oportunidad para comprender que se puede disfrutar y encontrar muchas cosas que hacer estando en un entorno conocido», explica la experta en talento Arancha Ruiz. «Los límites no tienen por qué ser negativos. También ofrecen estructuras que fomentan la creatividad».

Dice Ruiz que para descubrir el nuevo espacio de crecimiento personal y profesional que se ha creado estos días de cuarentena por la pandemia de COVID-19 es necesario liberarse del miedo a estar quieto. Del miedo a observarse y a escucharse a uno mismo. «Al profundizar en sus pensamientos, muchas personas se darán cuenta de que también hay oportunidades de desarrollarse en un territorio familiar», indica. «Apreciar más la rutina dará una gran oportunidad a la profundidad. Antes, por un exceso de estimulación social, íbamos de un lado a otro como pollos sin cabeza. Era una vida superficial. Enseguida había un estímulo nuevo que captaba nuestra atención y sustituía al anterior. Era imposible profundizar».

«Las personas adaptativas ven en esta situación cierta oportunidad. Son los que dicen: como no puedo cambiar las circunstancias, saco lo mejor de ellas»

Este tiempo de confinamiento lleva, sin remedio, a la repetición: el mismo espacio, las mismas personas, los mismos objetos. Ahora hay menos variedad de escenarios y actividades, pero ha aparecido, a lo grande, un lugar mental más íntimo: «Al pararnos a mirar, al tener tiempo de profundizar, podemos desarrollar un mejor criterio. Tenemos más tiempo para pensar, para reflexionar. Nietzsche y otros filósofos decían que la contemplación es la clave para encontrar la verdad».

En estas situaciones en las que todo parece irse a la deriva, los primeros en salir a flote son los que aceptan lo que hay y se adaptan a lo que va surgiendo cada día. Los que cambian cuando hay cambios, los que se aclimatan a las tempestades. «Las personas adaptativas ven en esta situación cierta oportunidad. Son los que dicen: como no puedo cambiar las circunstancias, saco lo mejor de ellas», explica Arancha Ruiz.

La experta en toma de decisiones cree que en este encierro hay más libertad de lo que parece a simple vista. «Antes teníamos que salir mucho y hacer muchas cosas de cara a los demás. Ahora podemos ser más libres. De puertas adentro podemos hacer lo que queramos con nuestro tiempo», señala. «La clave es hacerse esta pregunta: ¿En qué estoy aprovechando mi tiempo? Ahora que no te ven, ahora que no te juzgan, puedes hacer muchas cosas. Tú decides lo que haces en tu casa».

Ruiz lo ve como un tiempo de aprendizaje y una oportunidad para saber si eres una persona adaptativa: ¿te gustan o te disgustan los cambios? Es también un momento de hacer balance y mirar lo que tienes: ¿Has creado redes de valor con otras personas o son redes superficiales en las que no te puedes apoyar?, ¿qué tipo de hogar te has construido? «El que había comprado muchos libros ahora tendrá una librería; el que fue creando una casa acogedora ahora tendrá un lugar confortable».

EL RETO DEL TRABAJO

Ese gran asunto: el trabajo. Mucho de la cultura laboral y profesional construida en las últimas décadas se ha ido al traste. Pero poco recorrido tienen las lágrimas. Arancha Ruiz dice que una persona puede mejorar su carrera profesional cuando es capaz de ver que las barreras «limitan pero también sujetan». Y recuerda que los obstáculos obligan a agudizar el ingenio. «Los límites y las rutinas aportan a las personas una estructura en la que pueden desarrollar su talento. Les ayuda a desarrollar su valía porque tienen un objetivo concreto».

El confinamiento favorece el aprendizaje. Porque hay menos distracciones. Porque está más a mano hacer y hacer lo mismo otra vez que picotear. «Aprender requiere repetición, la excelencia exige repetición. Y si no, que se lo pregunten a los deportistas de élite», resalta la consultora en talento. Dicho en palabras de la cultura popular: «La repetición hace maestros».

En la sociedad que conocíamos hasta principios de marzo todo parecía pequeño. Faltaba mundo, faltaba ambición. ¡Hambre! Había que tener hambre. Think Big!, Go Global!, Don’t waste your time! «En la sociedad del todo en la que estábamos inmersos, no queríamos nada que nos limitara porque nos habían dicho que las alternativas eran infinitas. El coste de oportunidad pesaba demasiado. Y eso llevaba a una búsqueda incesante, a veces sin sentido».

Igual que creímos que la única vida posible era la que corría a velocidad de vértigo, «podemos aprender a valorar lo cercano, lo esencial»

Dice Ruiz que de esa sociedad sin límites nació el síndrome del explorador: el deseo insaciable de descubrir cosas nuevas. Y por extraño que parezca, esa ansiedad de aprender sin parar, de aprender hasta reventar, puede tener efectos negativos. Ella lo ha visto muchas veces en su trabajo como consultora de talento. Ese ímpetu por conocer y probar tantas cosas distintas puede llevar a la dispersión y a dar más importancia a la novedad que a lo que hace disfrutar de verdad. «Una persona puede tomar malas decisiones en su carrera si prefiere lo nuevo, aunque sea peor, a quedarse donde está por el mero temor de haber perdido una oportunidad».

Esa «sociedad de múltiples estímulos e infinitas posibilidades» dio lugar a otra actitud que Arancha Ruiz llama el síndrome del soñador: «Idealizar el futuro profesional hasta convertirlo en algo increíble, indescriptible». Esa exaltación del trabajo se hizo habitual y, a la vez, peligrosa, según la consultora. «No hay nada más potente que la imaginación. Los sueños siempre son mejores que la realidad y cuando intentas bajarlos a la tierra, suelen perder su encanto. Y eso te hace sentir vacío, desesperanzado y desmotivado. El síndrome del soñador nace de una buena cualidad: la búsqueda de un ideal, el reto constante de mejorar la realidad. Pero puede conducir a la insatisfacción continua y a huir de la realidad en una incesante búsqueda de quimeras».

Igual que creímos que la única vida posible era la que corría a velocidad de vértigo, «podemos aprender a valorar lo cercano, lo esencial». Dice Ruiz que, hasta hace unas semanas, salir de compras era un entretenimiento. Necesitábamos novedades y muchos estímulos para divertirnos. Pero hoy, arrebatado todo aquello, nos damos cuenta de que teníamos muchas cosas que no necesitábamos. «Es probable que cuanto más tiempo pasemos en cuarentena, más apreciemos la rutina de lo familiar y de que sustituyamos el consumo por el intercambio».

Es un reseteo de valores y prioridades que Ruiz compara con pasar por una enfermedad grave. «Yo he tenido un cáncer y he visto que las prioridades cambian. Dejas de hacer lo que otros te dicen y eres tú quien decide qué hacer con el tiempo que te queda. Te centras en cuidarte, en estar con las personas queridas, en nuevos hábitos que te aportan más en lo emocional. En aprovechar esa segunda oportunidad».

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